Un Confesor de J. L. Flores

La ciencia ha desplazado a los mitos religiosos y creado la posibilidad, para quienes puedan pagar, de la vida después de la muerte.

El afán por la trascendencia es uno de los pilares de cualquier mito religioso; siempre se promete una vida después de la muerte, un retorno, algo mejor o peor, pero algo después del final, es decir, se sostiene que el final de la vida, la muerte, no es el verdadero final sino solo un cambio. Algunas religiones sostienen que la posibilidad de trascender depende de los dioses o del destino predeterminado, mientras que otras sostienen que dependería de la propia persona y sus acciones, es decir, del comportamiento que alguien tuvo durante su vida. De cualquier forma, pareciera que la trascendencia nunca es una decisión de quien tiene que sufrir dicha transformación, por una parte, debe aceptar su destino, y por otra acogerse a las normas morales existentes, pero nunca es una libre elección.

Sin embargo, el cuento “Un Confesor”, escrito por J. L. Flores, incluido en la compilación de “Cuentos Chilenos de Cyberpunk”, editada en 2021 por la Editorial Aurea, nos presenta una realidad diferente. En el relato los avances de la ciencia y específicamente las técnicas de realidad virtual han desplazado a los mitos religiosos y creado, en términos concretos, la posibilidad de la trascendencia, otorgando a quienes puedan pagar, la posibilidad real de escoger la vida que desean vivir después de la muerte, como si el cielo personal estuviese a la orden de un menú modular de opciones cibernéticas.

Con un estilo literario que se enmarca en la estética ciberpunk, el cuento se contextualiza en una sociedad futurista decadente y distópica, donde la inteligencia artificial impregna la cotidianeidad sin significar necesariamente una mejora en la calidad de vida, o peor aún, la vida social misma carece de sentido para los protagonistas. La figura del antihéroe es representada por un androide que asiste los momentos finales de quienes deciden trascender su vida corporal hacia un estado virtual de conciencia, se trata de un robot que se muestra como el más reflexivo y “sentimental” de los personajes pese a ser solo una máquina. En su contraparte, la figura del último papa, símbolo de los mitos religiosos que ya no serían necesarios.

Sin duda se trata de un cuento ágil y entretenidos que nos invita a reflexionar sobre el sentido de la vida y sus límites físico – temporales, es decir, qué pensamos que sucede cuando llega la muerte. ¿Necesitamos los mitos trascendentes o podemos conformarnos con la posibilidad de que todo sencillamente se acabe con la muerte? También nos invita a pensar ¿Qué es verdaderamente la vida y sus eventos, más allá de lo que se “viraliza” o expresa a través de redes sociales y espacios virtuales? O por último, nos invita a imaginar ¿Cuál sería el paraíso que escogeríamos para vivir eternamente si tuviéramos la posibilidad de hacerlo?

Un Confesor

J. L Flores

(cuento completo)

Un ser artificial entro por fin en las ruinas de Roma. La gran ciudad estaba tan vacía como todos los demás lugares por los que había pasado, sus callejones, que antaño habían sido parajes bulliciosos, hoy estaban poseídos por fantasmas de nieve.

Un mural cubría la pared trasera de un hotel. Dios tendía la mano a Adán desde el cielo, pero Adán no le devolvió la mano, sino que sostenía una pistola, y la bala que salía del cañón se dirigía hacia el pecho de Dios. Las palabras “sali in cielo”, escritas en pintura verde fluorescente, acompañaban la imagen. El ser la miró un instante y reflexionó sobre ello por unos segundos antes de continuar su viaje.

Al llegar a las ruinas del distrito central, y atraídos por su silueta casi humana, los habitantes que quedaban en la ciudad comenzaron a emerger. Camareros oxidados con trajes de cola larga hechos jirones señalaban montones de mesas rotas. Los robots-guía llamaban en los tonos agrietados de una docena de idiomas diferentes con ofertas de visitas privadas al Coliseo, el Panteón, el Foro, lo que quedaba de los famosos museos y, por supuesto, la gran Basílica de San Pedro, cuya cúpula, agujereada pero aparentemente intacta, se alzaba sobre los escombros.

Los robots del placer parecían aún más convincentes, y por tanto patéticos, acicalándose entre las sombras con destellos de carne sintética desgastada. Aunque, para los procesos de pensamiento heurístico del robot, las máquinas de servicios menores que seguían intentando mantener la ciudad llevaban una existencia aún menos envidiable, al menos suponiendo que tales dispositivos tuvieran alguna conciencia propia.

Ningún ser completamente orgánico venía a las viejas ciudades, eran frías, peligrosas y llenas de memorias. Aún así, el viajero sentía que aquello era un desperdicio. Más allá de las hojas muertas y los vestigios de hollín, la vasta extensión ovalada de la Plaza de San Pedro finalmente se asomó a la vista. Aquí, el viajero se detuvo. Aunque el obelisco central estaba ahora derribado, la vista seguía siendo impresionante. Estaba subiendo la amplia escalinata que conducía a la entrada principal con pilares cuando oyó una voz a su derecha.

  • Llegaste.

Al girarse vio a un sirviente pequeño, pero aproximadamente humanoide que salía de una puerta lateral.

  • Es por aquí.

El delantal manchado del sirviente ondeaba al viento. Unas espinas de metal subyacente asomaban de una mano que le hacía señas.

  • Su Santidad te espera.

La puerta por la que el robot siguió a la apresurada máquina era poco imponente, pero los pasillos y espacios más allá eran uniformemente grandiosos. Grandes frisos caían desde los techos agrietados. Las paredes moteadas de humedad estaban salpicadas de espejos enloquecidos y vastos cuadros oscuros enmarcados en ondas de oro descascarillado.

Los androides militares con alabardas y uniformes apolillados, que los bancos de datos del visitante identificaban como los restos de la guardia papal, chirriaban para llamar la atención. El sirviente giró una ornamentada manilla de latón de una última puerta y le hizo un gesto al robot para que la atravesara. La sala que había más allá, si es que podía llamarse sala, era larga y alta, con ventanales atrevidos y un techo elaboradamente curvado. Lo primero que pensó fue que se había equivocado con el resto del Vaticano. Nada era tan impresionante. No comparado con esto. Incluso como para un ser como él, someramente sensible, la sensación de estar rodeado por esos milagrosos oleajes de color y luz era casi abrumadora.

Asombro y maravilla era lo que realmente sentía. Por lo menos, sus entradas sensoriales y sus procesos de pensamiento fueron lo suficientemente provocados como para no darse cuenta al instante de la cama con estructura de acero que se encontraba en el centro de la capilla. Cuando lo hizo, avanzó lentamente hacia ella.

Las abejas servidoras revoloteaban. Las bombas chasqueaban. Los cables, las tuberías y los nidos de cables saltaban y temblaban. Al principio parecía que el cuerpo que yacía en su centro era lo único sin vida en este extraño retablo. Pero él estaba acostumbrado a ver la muerte y sabía que no era así.

Dejó su bolsa y espero en silencio, como había hecho muchas veces antes. Una vez, en los días del primer gran y alegre salto de la humanidad a los reinos de la virtualidad, había habido decenas de miles de su clase. Pero ahora sospechaba, al menos por la ausencia de otras señales de respuesta y por la gran distancia que la abeja servidora había recorrido para encontrarlo, que el resto estaba absolutamente apagado o había sucumbido a una decadencia mecánica terminal. Muerto, en otras palabras, supuso, o al menos lo más cerca que un ser artificial como él podría llegar a estar de ese estado.

Cuando los parpados casi traslucidos del anciano se abrieron finalmente para rebelar unos iris del color de la lluvia, y espasmo de una sonrisa arrugó su antiguo rostro.

  • No eres lo que esperaba – susurró uno voz que, a pesar de su desfallecimiento, aún conservaba una pisca de mando.
  • Por el mensaje que recibí, creí que me buscaban.
  • Oh, sí que te buscan, si es que te buscan. – su garganta se esforzó por sacar saliva -. Pareces un humano cualquiera.
  • Mi apariencia fue diseñada para no causar alarma.

El anciano hizo una mueca de burla y trató de incorporarse por sus propios medios, al fallar miró a su invitado.

  • Ayúdame a levantarme un poco. Pero ten cuidado con esos tubos.

Las ansiosas abejas servidoras revoloteaban y bateaban mientras el robot levantaba y recolocaba suavemente la ligereza de la cascará de huevo de la cabeza del anciano.

  • Te llamaron confesor, ¿no es así?

Aunque el vínculo con sus servicios era tenue, sus bases de datos eran conscientes de la práctica, en varias culturas, de que un humano escuchara los pecados de otro para asegurarse una mejor vida después de la muerte, le habían llamado así muchas veces.

  • Técnicamente se me conoce como asistente de traslado, pero puede referirte a mi como quieras.
  • A mi me llamaban Su Santidad, Juan Pablo IV. Quizás soy el último de mi clase.
  • No creo que seas el último humano.
  • Me refiero al último papa.

La cama de acero zumbó y chasqueo.

  • ¿Realmente no queda nada más ahí fuera? ¿Ya se han transferido todas las demás almas?
  • Humanos corporales quedan pocos – reflexionó el ser sintético -, sé que están las colonias de marte, las ciudades geodésicas de la Antártica. Pero hace décadas que yo no me encuentro con un humano completamente orgánico vivo, ni detecto ningún signo o señal que indique su presencia en el continente.

El papa permaneció inmóvil durante un largo rato, como si la rareza de su larga vigilia le fuera desconocida hasta ahora. El visitante había descubierto muchas veces a través de su trato con los clientes que los humanos eran capaces de creer cosas que iban en contra de la evidencia de sus propios sentidos e intelecto.

  • Esto que traes solía denominarse pecado mortal. Pero supongo que también eres consciente de ello.

El androide levanto y bajó la cabeza. Era verdad, la iglesia en un principio condeno la segunda vida que ofrecía el ciberespacio.

  • Mis padres eran católicos honestos y de corazón sencillo del tipo antiguo – continuó el papa-, que creían que la muerte era la voluntad absoluta de Nuestro Señor, y esperaban una resurrección de un tipo muy diferente. Postergaron el traslado hasta que fue casi demasiado tarde, y las rodillas de mi madre eran una agonía para ella, y el corazón de mi padre estaba tan débil que apenas podía mantenerse de pie. Cuando lo hicieron, fue a instancias mías, y se trasladaron juntos, lo cual era justo. Si alguien merecía una oportunidad de vivir una vida mejor en el otro lado de la virtualidad, eran ellos. Seguimos hablando e intercambiando mensajes con regularidad, al menos durante los primeros meses, y nunca dude de que seguían siendo las personas que siempre había amado, ni de que eran mucho más felices y se sentían más realizados de lo que habían sido cuando estaban vivos corporalmente. Encontraron un pueblo muy parecido al suyo, en el que ambos habían crecido, y mi padre trabajaba sus propios campos como siempre había querido, y mi madre cocía y presaba aceitunas y criaba gallinas. Pero empezaron a encontrar nuevos intereses. Al principio, simplemente visitaron todos los lugares que habían anhelado ver aquí en la Tierra, aunque, por supuesto, eran mucho más maravillosos. Venecia no como un pantano estancado, sino resucitada, y luego mucho más allá, su gloria renacentista. Roma, por supuesto, pero en toda la pompa de sus reencarnaciones paganas y cristianas, en lugar de la lamentable ruina en la que se había convertido. Luego, varias versiones de la Ciudad Santa que apenas podían describir. Y a partir de ahí, empezamos a distanciarnos. Pronto, todo lo que recibía de ellos eran breves mensajes, seguidos de un silencio que continúa hasta hoy…

El anciano suspiró. Sabía que aquel mundo virtual los cambiaba y ahora lo cambiaría a él. El confesor se limitó a esperar en silencio, utilizando sus múltiples entradas sensoriales para monitorizar el estado físico y mental del anciano, junto con las sutiles interacciones de todos los numerosos implantes, productos químicos y sintéticos que lo habían mantenido con vida, pues la historia de cómo los recién transferidos moraban durante un tiempo entre las familiares estribaciones de los viejos recuerdos antes de dar el salto completo a la virtualidad imitada, era, en efecto, común.

  • Bueno – espetó el anciano-. ¿Comenzamos?
  • Antes debes saber que el proceso por el que le ayudaré a guiarse es totalmente reversible, al menos hasta el momento final en el que usted y solo usted, decida transferirse, o no.
  • ¿Habrá algún dolor?
  • Nada más allá de lo que ya está sintiendo. Entonces, incluso desaparecerá.
  • ¿Y qué quedará de ese cuerpo? ¿Simplemente estará muerto? Te agradecería que lo depositaras en las catacumbas bajo la Basílica, donde están enterrados mucho otros papas. La sirvienta a la que llamo Irene te mostrará el camino.
  • Es mi deber obedecer las últimas peticiones del difunto. La otra cosa que debes saber – continuó el robot después de esperar a que se calmara la agitación del anciano-, aunque estoy seguro de que ya lo sabe, es que el proceso de transferencia implica otro elemento de decisión.

Hizo una pausa. A pesar de su larga experiencia, nunca había encontrado la mejor manera de expresarlo.

  • Hay malos sentimiento, recuerdos difíciles y arrepentimientos en cualquier vida, por muy concienzudamente que se haya vivido. Así que, al abrirse la singularidad de datos, puedes elegir qué cosas te llevas al otro lado y qué dejas atrás.

Hizo otra pausa. El pulso y la respiración del anciano seguían siendo lentos y regulares.

  • Puede que no sea más que un pequeño incidente de la infancia o un ligero problema de temperamento, o una relación que se torció. En otras palabras, algo que desearías que hubiera sido de otra manera.

El anciano sonrió.

  • Haces promesas que ni siquiera Nuestro Señor hizo.
  • Como digo, solo estoy aquí para facilitar el proceso.
  • ¿Dónde estaremos realmente?
  • En términos geográficos, en muchos otros, con múltiples fuentes de energía e infinitas redundancias. Algunos, y mientras hablamos, están incluso viajando cada vez más lejos de la Tierra. Pero todos están entrelazados a nivel cuántico. ¿Puedo proceder?

Tomando el silencio y las señales corporales del anciano como un asentimiento continuado, ya que los humanos no suelen responder directamente a las máquinas, el robot abrió con un chasquido los cierres de su mochila y sacó un largo instrumento de acero y cristal que parecía una jeringuilla. Estaba lleno de un fluido brillante que se arremolinaba.

  • Haré un pequeño agujero en tu cráneo para introducir el nanofluido que iniciará el proceso de enredo en tu cerebro. También forjará brevemente un puente entre tu conciencia y mis propios circuitos heurísticos, para que pueda asegurarme de que todo va como debería.
  • ¿Y si no es así?
  • Siempre es así. No habrá dolor.

El confesor cerró su mochila y se movió con cuidado hasta situarse directamente encima y detrás del cráneo desnudo del anciano. Ya podía sentir el principio del enredo con el nanofluido activado que sus propios procesos cuánticos, hechos de una sustancia similar, se esforzaban por hacer. El diminuto taladro de la cabeza de la pica de datos emitió un estridente zumbido al atravesar la carne, el hueso, la membrana y el fluido cerebral, y luego el fluido de búsqueda salió de la pica de datos, multiplicándose y enredándose con miles de millones de sinapsis en el cerebro del anciano.

Al mirar con lo ojos del papa, vio la Capilla Sixtina como solo un humano con los grandes conocimientos que este hombre poseía podría verla, no solo como una obra maestra artística, sino como una rotunda declaración de fe. Las palabras ya no eran necesarias cuando la superficie de su consciencia, los dolores y los picores, las confusiones y las pequeñas molestias, se arremolinaban más y más profundamente y luego se oscurecían y se disolvían.

Por un momento, no estaban en ninguna parte. Luego hubo un repentino resplandor de ruido y luz solar, y el robot oyó los gritos de los niños y el cacareo de las gallinas, y vio una pequeña aldea de tejados desordenados y campos pedregosos e irregulares encorvados bajo escarpadas montañas blancas, y supo que aquel era el lugar de la infancia del anciano. Voces. Bigas de la cocina ennegrecidas por el humo. Un olor a ajo y a masa caliente. Y ser levantado, riendo, en lo alto por gigantes sonrientes hacia el cielo ventoso. Luego acuclillarse sobre una fosa apestosa en un viejo retrete que zumbaba de moscas. Así fue, los sonidos y los olores y las imágenes fluyendo a través de las estaciones de una vida, desde el aburrimiento del polvo de tiza de una diminuta aula escolar hasta el rechinar de la papada de su padre. Patear una pelota, el salto tembloroso hacia el brillo intermitente del estanque del pueblo. El dolor de una rodilla rota. Luego, Clara Mazzuquelli, con el misterio en sus ojos y un tallo de hierba entre sus labios carnosos, y la asombrosa presión de su pecho a lo largo de todo un verano hasta que las estaciones cambiaron y su mirada se volvió gélida como el suelo invernal. Pero yo pensaba… pero tú decías… pero yo creía…

Luego levantó el bendito sacramento y subió obedientemente los escalones de la Madre Iglesia, de sacerdote a obispo, luego de arzobispo a cardenal. La elección papal en sí misma fue una farsa, con pocos de los cardenales vivos que quedaban físicamente capaces de asistir con pleno dominio de su ingenio, y otros que se habían trasladado recientemente seguían insistiendo en su derecho a votar. ¿Hubo humo blanco? ¿Era negro? ¿Seguía importando, con la Guardia Suiza Papal sustituida por androides, y solo palomas, ratas y robot esperando afuera en la Plaza de San Pedro? Y todavía tenía el deber, sí, de mantener esta última vigilia como penitencia por una vida desperdiciada. Y siempre había techos con goteras y maderas podridas, sino asuntos de delicadeza teológica, que atender, mientras recorría los pasillos vacíos del Vaticano. Incluso cuando su propio cuerpo empezó a fallar, se ocupó de él de la misma manera práctica, y nombro a su sirvienta personal Irene, y se sometió lentamente a la indignidad de una vida que dependía totalmente del funcionamiento de las máquinas.

Deus, Pater misericordiárum, qui per mortem et resurrectiónem Fílii sui… el anciano estaba ahora cerca de la transferencia. Los lazos que ataban su conciencia a su cuerpo se estaban haciendo más finos, y estaban de nuevo dentro de la Capilla Sixtina, pero esta se encontraba inclinada como un gran pozo vertical que vertía nubes barrocas y rayos de sol mientras algo masivo se arremolinaba muy por encima. ¿Así que eso es todo? Sí. La singularidad de datos se agitó y giró. Era un vórtice. Era una galaxia. Era un agujero perforado en la realidad. Era la luz al final del túnel. Era la boca de un útero virtual. Y todo lo que tengo que hacer es… ¿Soltarme? Sí, cuando y como quieras. El robot sintió la excitación temblorosa del anciano mientras se tambaleaba al borde de todo, igual que una vez había estado al borde del estanque del pueblo. Luego, en una última oleada de alegre aceptación desapareció.

Como de costumbre, mientras se encontraba frente a otro cuerpo muerto y vacío, con la mirada perdida y la carne empezando a enfriarse, se dio cuenta de la gran diferencia que había entre la vida y la muerte. Con unos cuantos interruptores y señales rápidas, las bombas y los monitores se apagaron.

El confesor había tenido clientes que eran sádicos de poca monta o auténticos psicópatas, algunos de ellos impenitentes, que así creaban su propio infierno privado arrastrando las cosas malas de un mundo al siguiente. Pero la mayoría de sus clientes se habían juzgado a sí mismos mucho más duramente de lo que merecían, y las cosas que dejaban atrás podían ser conmovedoramente pequeñas. Una palabra mal dicha o una mirada poco amable eran a menudo suficientes para arruinar toda una vida. Sin embargo, el sombrío peso de la falta de fe del anciano, que aún podía sentir tirando de los bordes de su conciencia desde el interior del turbio nanofluido, era sorprendente, y, mientras colocaba la pica de datos usada de nuevo en su bolsa, se preguntó si, después de todo, confesor no era un título tan malo para su trabajo.

Estaba colocando un pequeño parche adhesivo sobre el pinchazo craneal y apartando a las todavía sorprendentemente agitadas abejas servidoras, cuando oyó que llamaban a la puerta del fondo y el rostro de la sirvienta a la que el anciano había llamado Irene se asomó.

  • Lo echaré de menos.

Avanzó arrastrando los pies y extendió la mano jaspeada para tocar la carne sintética cicatrizada de la suya.

  • Realmente no sé qué voy a hacer.

El robot no hizo ningún comentario sobre estas expresiones indebidamente humanas mientras terminaba de retirar los diversos insumos y catéteres del cuerpo, pues no era raro que las máquinas se parecieran más que un poco a sus amos. Ahora solo faltaba que el robot levantara y llevara con cuidado el cuerpo del papa a las catacumbas, que aparentemente se encontraban bajo la Basílica, con el pequeño sirviente llevando su bolsa y mostrando el camino, aunque las abejas servidoras también le siguieron fuera de la Capilla Sixtina, los guardias suizos se quedaron chillando detrás para formar una extraña procesión hasta que llegaron a otra puerta engañosamente pequeña que conducía al propio San Pedro.

Aunque los bancos de datos del robot contenían los detalles precisos de las dimensiones de la Basílica, esta seguía siendo asombrosamente basta. Incluso las capillas laterales tenían el tamaño de una iglesia, y la cúpula central, a pesar de toda la basura de bigas caídas que había debajo, brillaba con hilos de oro a la luz del día. Entonces, cuando el visitante se dirigió a los escalones que conducían a las catacumbas situadas detrás del altar principal, las puertas se abrieron con estruendo y entraron a toda prisa lo que parecían ser todos los aparatos mecánicos aún capaces de moverse en toda la ciudad.

Evidentemente, la información de la muerte del anciano había pasado rápidamente de servidor en servidor y, a falta de otra tarea útil, parecía casi lógico que estuvieran aquí.

Era importante que el confesor pudiera llevar a cabo los últimos aspectos de su función, pero la gran cantidad de cíborgs, orugas, robot guía, robot de placer, módulos, máquinas de servicios y dispositivos semiautónomos que habían entrado en la Basílica le impedían el paso. Garras, pinzas, manos de carne sintética y otros muchos apéndices se abalanzaban sobre él, haciendo caso omiso de sus señales de queja, mientras que incluso su aparato vocal pronto se vio obstruido por las abejas servidoras que pululaban por su cara. A continuación, el cuerpo del anciano fue arrancado de sus garras y arrastrado.

El visitante no podía moverse, y mucho menos objetar, mientras lo levantaban de sus pies, aunque nada de este comportamiento tenía ningún sentido coherente. Tampoco podía entender por qué alguno de los autómatas de construcción más grandes y menos humanoides estaban fijando dos de las bigas caídas del techo bajo la cúpula central en la forma aproximada de una cruz. Alcanzó a ver a la pequeña sirviente al que el anciano había llamado Irene, pero esta también estaba siendo engullida cuando la bolsa de la alfombra fue arrancada de sus manos.

El ser sintético fue arrastrado por un par de metales, plásticos y carne sintética hasta que sus brazos se desplegaron contra la cruz, y los picos de datos que se habían derramado de su bolsa de alfombras, tanto los frescos como los usados, fueron clavados en sus manos y pies por nubes de abejas servidoras mientras la cruz se elevaba. Sin embargo, parecía que esto no era suficiente, ya que más jeringas agotadas se clavaron en la carne sintética y el metal de su cráneo para formar una corona que goteaba un líquido negro.

Podía sentir las fugas de residuos sinápticos de muchos clientes diferentes enredándose con sus circuitos cuánticos, y experimentó vidas enteras de arrepentimiento decepción y hambre en una repentina descarga. Oyó el traqueteo de los disparos, el golpe de un puño contra la carne, la burla de los comentarios duros, y vislumbró la cara de dolor y perplejidad de un niño pequeño. Incluso como este mundo, antaño verde, había sido maltratado y explotado hasta que ya no parecía merecer la pena salvarlo.

Aunque varios de sus sistemas principales estaban a punto de sobrecargarse, todavía podía distinguir lo suficiente de la escena que le rodeaba a través de los fluidos que corrían por su carne sintética. Pensó en emitir una señal de auxilio, pero le pareció irracional y peligroso. Entonces el confesor inclino la cabeza hacia la cúpula central de la Basílica que se llenaba con el resplandor del atardecer, en el momento de su visión final, los perdonó a todos.


[1] Cuento publicado en 2021 por Editorial Aurea en su compilación “Cyberpunk. Cuentos Chilenos”.

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