La Muerte Soñada de Ignacio Calama
“Se acabó. Tuvo mejor suerte que Luis, de seguro mejor que su viejo amigo también; pero tembló cuando pensó que, aunque no iría a la basura, tampoco lo iba a enterrar nadie”.
Los animales han acompañado a la humanidad desde el momento mismo en que nos constituimos como especie. Según algunas teorías antropológicas, primero debido a la persecución que nuestros antepasados hacían a determinados rebaños y manadas; y luego, gracias a la domesticación de algunas especies que acompañaban a las y los primeros humanos/as en busca de restos de comida, como es el caso de perros y gatos. Muchos miles de años después, la conciencia y reflexión sobre la tenencia de mascotas ha modificado fuertemente el trato que estos seres reciben por parte del mundo civilizado.
Sin embargo, la idea de mantener respeto y cuidado hacia los animales no tiene larga data en nuestra sociedad y de hecho, aún es resistido por algunos sectores sociales acostumbrados a un trato mucho más rudo y cosificador hacia los animales. Precisamente de ese trato nos habla el cuento “La Muerte Soñada”, escrito por Ignacio Calama en 2020. Una historia narrada por un viejo perro que si bien ha vivido gran parte de su vida en una tranquila y pobre casa, en sus últimos días deberá sortear muchas dificultades antes de descansar definitivamente.
La Muerte Soñada
Ignacio Calama – 2020
(cuento completo)
Luis no lo fue a buscar; a lo mejor había conseguido algunas monedas y al fin comerían algo, ojalá. Se quedó olfateando unos restos, pero echó a correr cuando vio que el sol ya tocaba el horizonte. En un pasaje, unos vagabundos ebrios lo llamaron con silbidos y palmadas para darle un mendrugo. Doblando por una esquina, un caballo flaco y de ojos neblinosos, que tiraba de un carro destartalado, casi lo arrolló. Cuando llegó a la calle de tierra en que vivía, salía la luz de las hogueras por las ventanas y por las grietas en la madera de las casas. Meó el único faro que había y trotó sonriendo hasta su casa. La puerta estaba abierta y Luis tirado con una botella rota al lado. El piso estaba mojado, el olor a vino estaba mezclado con un algo podrido, expirado bajo el sol. Caminó en círculos y se hizo bolita a su lado. Un baño en el río no los mataría. Qué tedio ir a buscar cabezas de pescado al puerto para volver con el hocico vacío y después ni recibir las buenas noches. Qué sueño.
La noche pasó serena, paralizada. Al otro día, Luis no se despertó; los vecinos reclamaron por el olor, y en la mañana se lo llevaron los que recogían la basura.
Al mediodía se encontró con su amigo de años. Los dos ya eran viejos y tenían los ojos tristes; ahora también eran ambos huérfanos. Oye, pobre Luis. Se fueron juntos al mercadillo; por ahí encontraron los restos de un pollito aplastado, pero no les dieron agua. A media tarde se acordaron del río, y tomaron por la calzada ancha hacia el sur. Pasaban y se acababan las casas; iban olfateando las piedras, ya casi sin orina qué echarle a los arbustos. Hubo un aullido lejos, pero era del oeste. Bien entrados en el campo, descansaron a la sombra de una roca grande.
Qué bueno es andar con un hermano en las malas; ojalá hasta morir juntos. El río sonaba cerca.
De un barranco bajo salió el lobo, había dado la vuelta sin hacer ruido; por atrás un hombre fuerte puso un saco en la cabeza de su amigo; él alcanzó a correr hasta una gran roca, ahí el lobo lo alcanzó y agarró del pescuezo; dos personas le pusieron un saco y se lo amarraron como bozal, y lo metieron a un carro oscuro.
El Luis lúcido nunca había dejado que se lo llevaran los traficantes, la mafia de tercera, los que vivían en cuevas y se divertían viendo correr sangre. El carro yendo por el camino secreto del bosque, entre las ramas, las raíces y los accidentes del valle, era un terremoto; con el mareo y la cabeza envuelta apenas se podían adivinar los olores de los otros a bordo. Al acabar el viaje, deshecho, se dejó llevar por el laberinto en la guarida hasta una jaula, donde al fin le quitaron el saco. Sin saber qué sería del sol, su mente cayó pesada en la negrura.
Soñó que la gente cavaba en la tierra para echarlo allí y que descansara; eso era bueno porque ya estaba viejo y no tenía a quién ponerle los ojos ni pedir una caricia. Despertó y vio que le tenían agua y comida. Entonces pudo fijarse en los quejidos roncos, los aromas de miedo y rabia, que venían de las otras jaulas. La ansiedad no lo dejó ladrar. A su amigo, más viejo y enclenque, no lo habían encerrado allí.
Más tarde, dos hombres, amenazándolo con sus botas negras, lo sacaron y empujaron por los pasillos hacia un cuarto estrecho, donde un semejante lo esperaba temblando. En el camino había pensado en dejarse matar; aguantó poco; de todos lados llegaban palos y azotes para provocarlo. El otro, flaco y tímido, no se ayudaba a sí mismo. Lo mordió en las patas y no recibió nada, luego en el lomo, en la cruz; los golpes y el instinto desesperado lo confundieron entre mordiscos a la carne o los huesos o el aire, hasta que sintió un sabor a hierro tibio; un chorro violento le salpicó en la cara. No lo dejaron ir sino hasta ver cómo el terror quedaba estampado en los ojos vacíos del otro.
Lo adoptó un chico enérgico y ambicioso de la pandilla, que le dio comida y caricias en la cabeza a cambio de hacerse fuerte. Pasaban las semanas y peleaba con cosas chicas, que a veces tiraban zarpazos inútiles, otros intentaban huir, y no era raro que otros se dejaran acabar para no sufrir mucho. Al principio era necesario darle con el palo para que actuara, pero sin quererlo se fue acostumbrando y sus rivales se iban haciendo más grandes, los pandilleros más se entusiasmaban. Y ya no vivía muerto de hambre, como cuando era de Luis.
Llegó la noche de su primera pelea en público. Había apuestas; mas lo importante, decía el chico que le tenía fe, era saber morder donde salía la sangre. Lo llevaron a un claro de un bosque denso donde había un cuadrilátero montado con palos y tela de saco. Había caras nuevas, todas borrachas de una codicia animal. Su enemigo era más grande y tenía la cara llena de cicatrices. Verlo fue bajar de una torre; mejor caerse de un risco antes que pelear con ese lobo, con ese mismo.
Corrió al choque pero el otro era fuerte, volaba y pegaba como las cobras. ¡Ay las patas, ay el lomo! Ese era mercenario y sabía morder, era una pelusa al lado suyo, lo llevaron para que durara algo antes de caer en un charco rojo. Se acabó, se acabó. Mejor era perderse en el mar antes que…
Un grito hizo saltar a todos del borde del cuadrilátero; alguien mandó que a los dos los recogieran pero el lobo no quiso parar; ¡ay la nuca, la cola, los muslos! Ni caso; cayó para dejarse herir y marcharse pronto. De repente no estaba el lobo y alrededor sonaban gritos y persecuciones crujiendo en el pasto, y olía a miedo y vergüenza. Se desmayaba de a poco, se ponía helado. Pudo ver con esfuerzo que personas con trajes verdes iban y venían haciendo señas; uno de ellos se le acercó con una manta.
Cavaban un hoyo para enterrarlo; de nuevo era un sueño. Despertó tendido en una jaula, esta vez sobre un colchón; alrededor olía a café y a calma. Estaba en una sala blanca, dos personas con trajes verdes lo miraban. También le tenían agua y comida.
Poco entendía de las intenciones de aquellos; cuando una mujer se agachó a su lado, le gruñó. No comió ni bebió, a todas las miradas mostró sus dientes. Entre varios le pusieron un bozal, lo llevaron a un patio, al caminar supo que estaba cojo de una pata trasera, y lo amarraron a un palo. Tenía algunos metros para andar pero se quedó sentado. Siguió sin comer ni beber; solo a la tarde del día siguiente se permitió mojar un poco la lengua.
Pasaron más días pero apenas quebró la huelga, y no se dejaba tocar sin amenazar. Todas las noches lo metían de nuevo en la jaula, algunos intentaban dar excusas para no sacarlo. En una madrugada paró la oreja y vio que la misma mujer que se le había acercado la primera vez lo miraba con ojos brillantes; antes de dejarse conmover se acordó de los ojos del chico de la cueva, el que lo había embaucado, y gruñó. Ella suspiró muy bajito, torció la boca y pronto se marchó.
Una mañana, cuando lo llevaban al patio, alguien le tocó el pecho y sintió un bulto, otro reparó en que estaba muy delgado y herido. Luego apenas recibió miradas, casi todas con la mano tapando la boca y sin parpadear. En la noche escuchó que no se podía llamar al veterinario, nadie tenía espacio en su casa, y no podían confiar en la Protectora. Como empezaba el verano, lo dejaron dormir afuera. De nuevo, el sueño del entierro.
Antes de que amaneciera, la mujer y un amigo lo llevaron con sigilo a la calle y lo subieron a un carro. Un rato largo estuvo echado panza abajo, levantando las orejas, mientras iban hacia el este, a la cordillera. Cuando llegaron a donde empezaba la quebrada, pararon y lo bajaron. El dolor en las pata y el pecho no lo dejó escapar para que no lo llevaran a ninguna cueva, mas no fue necesario; ellos volvieron al carro y partieron de vuelta a la ciudad.
Allí estaba lejos del río, hacía calor y no se escuchaba la carrera de una lagartija ni el crujir de una hoja seca.
Se acabó. Tuvo mejor suerte que Luis, de seguro mejor que su viejo amigo también; pero tembló cuando pensó que, aunque no iría a la basura, tampoco lo iba a enterrar nadie. Unos ingenuos esperaban que se asilvestrara y sanara lejos de quienes pudieran hacerle daño, pero sus huesos le avisaban que eso no iba a pasar. También se dio cuenta de repente de que su última fortuna la había disipado por miedo.
Cuando vio un barranco más o menos alto, se lanzó, se hizo daño pero seguía respirando.
Para aliviar el coraje se puso a andar, cada pocos minutos tenía que descansar y después el coraje lo volvía a impulsar. Iba hacia el sur. Nunca había ido tan lejos de la ciudad y el río ni había visto un día tan quieto; ni aullidos ni pasos ni viento. Al atardecer se acordó de que a esa hora Luis estaría en casa esperándolo quizá con un puñado de huesos y la mitad del balde chico de agua. En vez de coraje, sintió que se le aflojaban las patas y se humedecían sus ojos.
Quizá anduvo varios días, quizá solo unas horas. Supo que estaba muy lejos de la ciudad cuando vio conejos gordos, bien cuidados. Uno le ofreció un puñado de maleza. Los vio y siguió por un prado hasta que se colaron por debajo de una valla. La rodeó hasta la entrada entreabierta. Se quedó sentado y esperó a que alguien lo echara o lo matara al verlo, cojo y roñoso, irrumpiendo en medio del pasto brillante y las flores.
Salió un hombre con la ropa sucia llevando una hoz, arrugado y moreno. Se agachó, le acarició la cabeza, luego debajo del hocico, se puso de pie y silbó; llegaron sus semejantes sonrientes, con las colas erguidas, y lo guiaron adentro.
La granja estaba llena de olores que no tenían nada que ver con la tierra ardiente de las calles viejas; allí había árboles y varias huertas de hierba y especias, se cocinaba con cosas sólidas en vez de polvo y restos ya mordidos. La casa no era grande sino acogedora, la calidez venía de los cuerpos rellenos, de sus corazones rebosantes. El granjero se llamaba Daniel, era muy viejo, más de lo que había notado al principio, pero seguía trabajando y riendo, con los ojos, aunque gastados, aún brillantes.
Lo bañaron, lo vendaron, y Daniel lo hizo echarse a los pies de su sillón frente a la chimenea. Él mismo sabía que pasaría así mismo su última vejez, al amparo de Dios, fuera ahí en su casa o solo en la consciencia. Entonces lo miró y dijo:
—No tiene nombre un huérfano errante, pero como ya eres hermano de mis otros hijos te puedo llamar como quiera.
Aunque eso poco importa; no somos nombres, sino historias. La suya duró unas semanas más y acabó en paz, al calor de la hoguera, con el olor la buena vejez de la madera de la casa. Al otro día, Daniel cavó en su jardín y lo enterró, y sus huesos lo agradecieron con el alivio más profundo.