De las Promesas… al Drama de la Unidad Popular
Una pequeña revisión realizada por Patrick Guillaudat y Pierre Mounterde en el libro “Los Movimientos Sociales en Chile”.
El 11 de septiembre de 1973 no solo ocurrió un golpe de Estado que derrocó a un gobierno e instaló a otro, sino que constituye un importante hito histórico que marca el inicio de la implementación del neoliberalismo en nuestra sociedad, una nueva etapa del sistema de dominación capitalista, que se caracterizó por la privatización de la economía, la desindustrialización, la precarización del empleo y el retroceso de derechos sociales que habían sido conquistados a través de diferentes luchas de los movimientos sociales. Un modelo de sociedad que sigue vigente hasta nuestros días y que se profundizó con la transición a la democracia ocurrida en los años noventa y los gobiernos de izquierda y derecha del nuevo milenio.
La forma como vivimos actualmente tiene un momento de inflexión importante con el golpe de Estado de Pinochet, pues a través de la represión directa a quienes se rebelaban y las transformaciones económicas e institucionales se desarticuló el tejido social y se germinó el individualismo y consumismo propios de la cultura criolla actual. En otras palabras, el bombardeo a La Moneda y la toma del poder por parte de los militares no es un hecho aislado sino la base fundacional de los que actualmente somos como sociedad.
En este sentido, hacer una revisión histórica crítica sobre el proceso de la Unidad Popular constituye una necesidad política importante y un ejercicio de memoria ineludible para tensionar la realidad del Chile del siglo XXI, pues gran parte de la generación inmediatamente anterior de luchadoras y luchadores sociales creyeron en dicho proyecto y todo el pueblo sufrió las consecuencias de su fracaso político y militar.
Si bien el movimiento anarquismo nunca se hizo parte del gobierno de la Unidad Popular y jamás comulgó con las ideas fuerzas de corte marxista que le sustentaban, es innegable que en Chile la tendencia ácrata del movimiento obrero se vio fuertemente reducida a partir de las reformas laborales y sociales de mediados del siglo XX y que para los años 60 e inicios de los 70 estaba bastante debilitado en número de adherentes y fuerza organizativa, por lo que la vertiente estatista del socialismo logró un auge sin precedentes, logrando constituirse en gobierno con el triunfo de Salvador Allende.
De esta forma, el pueblo chileno se vio en una oportunidad histórica única, como fue iniciar un proceso de transformación social pacífico, basado en el fortalecimiento del aparato estatal y no en un quiebre revolucionario propiamente tal, poniendo en una prueba de fuego a las instituciones democráticas y la correlación de fuerzas entre las clases sociales. A la luz de los sucesos que ocurrieron y marcaron a fuego a nuestra sociedad por los siguientes cincuenta años, hoy comprendemos la ingenuidad de esta apuesta, por lo que su análisis detallado no solo permitirá derribar románticos mitos, sino también identificar lecciones y aprendizajes necesarios de incorporar a la memoria colectiva y la acción de los movimientos sociales locales, demasiados acostumbrados a los sesgos estatistas.
En esta ocasión, presentamos una pequeña revisión realizada por Patrick Guillaudat y Pierre Mounterde en el libro “Los Movimientos Sociales en Chile 1973 – 1993”, editado en 1998 por Lom y que sin duda refresca la mirada sobre tan importante período histórico de nuestro país.
De las Promesas… al Drama de la Unidad Popular
Patrick Guillaudat y Pierre Mounterde
En las elecciones presidenciales de 1970 se enfrentaron tres candidatos: Salvador Allende, abanderado de la Unidad Popular, coalición de partidos cuyos más importantes integrantes, el Partido Comunista y el Partido Socialista, habían logrado atraer a su órbita algunas formaciones menores, entre ellas el MAPU, una fracción del Partido Radical y la Socialdemocracia; Jorge Alessandri, el expresidente de fines de los años cincuenta, quien representaba al conjunto de las fuerzas conservadoras, aunque de manera “independiente”; por último, Radomiro Tomic, candidato de la Democracia Cristiana, con una propuesta bastante más a la izquierda que el Presidente Frei.
Luego de una agitada campaña, Salvador Allende fue el triunfador. Hay que señalar de todas maneras que las fuerzas de centroderecha y de derecha no fueron capaces de acordar un candidato único -a causa de la radicalización de sectores de la DC- y, al presentarse divididos, facilitaron la victoria del candidato de la Unidad Popular. Aunque llegó primero, lo hizo con una estrecha ventaja con su 36,3% de los sufragios, contra el 34,98% de Alessandri y el 27,84% de Radomiro Tomic. En la medida que no consiguió la mayoría absoluta, fue necesario que consiguiera la ratificación del Congreso, tal como lo indicaba la Constitución. Luego de los cincuenta días establecidos por la carta fundamental, y con el apoyo de los parlamentarios democratacristianos, Allende fue proclamado Presidente de la República por el Congreso.
De esta manera, y por primera vez en su historia, Chile vio asumir como primer mandatario a un socialista autoproclamado marxista, quien señaló estar determinado a llevar adelante un ambicioso y radical programa, que hacía referencia explícita al socialismo. La emoción que despertó el hecho se explicaba por la importancia de las interrogantes que despertó: ¿estaba a punto de producirse una experiencia social y política única en su género, el nacimiento de una nueva vía al socialismo, una vía inédita: la vía chilena?
Sería necesario comprobarlo en terreno, y el gobierno de la Unidad Popular, encabezado por el recién asumido Presidente Allende, se puso rápidamente a trabajar, buscando concretizar con prontitud sus promesas electorales. ¿En qué consistían estas? Primero que nada, nacionalizar las minas de cobre, luego estatizar la banca así como los monopolios industriales y comerciales considerados estratégicos (se seleccionaron 91 empresas). También se apuntaba a la profundización de la Reforma Agraria (el reparto de tierras sobre 80 hectáreas) y a una verdadera política de redistribución de ingresos a favor de los sectores más pobres.
Este programa -fruto de múltiples negociaciones entre los partidos- no estaba excento de contradicciones. Especialmente en lo que respecta al papel que se quería atribuir al Estado, un Estado al que se quería reforzar en sus facultades de intervención y, al mismo tiempo, del que se esperaba que se transformara en “Estado Popular”. El programa de la UP precisaba que sería necesario elegir una “Asamblea del Pueblo”, pero sin dejar en claro su verdadero rol en relación a las otras instituciones chilenas. Este problema se convertiría rápidamente, sobre todo a partir de julio de 1972, en una de las manzanas de las discordias en la UP, revelando sus ambigüedades estratégicas.
No obstante, desde 1970 hasta fines de 1971, el impulso inicial alcanzó éxitos económicos destacables. Tal como se había prometido, los salarios fueron reajustados en función del costo de la vida, con una bonificación para los trabajadores de menores ingresos. Se echaron a andar grandes obras públicas y se aceleraron las políticas de construcción de viviendas populares. La aplicación de la reforma agraria se acentuó, igual que la puesta en marcha de políticas favorables a las comunidades mapuche. La estatización de los bancos se realizó a través de la compra sistemática de las acciones por el Estado (marzo de 1971). Y, tal como se había prometido, la nacionalización del cobre se hizo efectiva, logrando una votación unánime del Congreso el 11 de Julio de 1971. En este caso cabe resaltar un importante detalle; considerando ganancias excedentarias obtenidas por las grandes compañías norteamericanas en el pasado, esta nacionalización se realizó sin indemnización alguna. ¡Con el obvio reclamo de esas multinacionales!
A fines de 1971, el balance general parecía bastante positivo: el PIB había aumentado un 8%; el sector industrial había crecido hasta un 16% en relación a 1970; la producción agrícola se había incrementó un 6%; la tasa de cesantía había bajado de 6% a 4%, e incluso la inflación se había reducido de manera significativa, desde un 38% en 1970 a un 22% en 1971[1].
Sin embargo, persistían dos áreas febles, aunque no eran responsabilidad directa del programa de la UP. De una parte, la disminución de la entrada de divisas a causa de una baja drástica de las ventas del cobre que, según algunos, se debía a la influencia de Estados Unidos en el mercado internacional (el precio de la libra de cobre había bajado de 66 centavos de dólar en 1969 a 49 en 1971). Por otro lado, el gobierno enfrentaba la obstrucción sistemática en el parlamento, dominado por la oposición unida del Partido Demócrata Cristiano y del Partido Nacional, a toda medida que esta juzgara contraria a sus intereses. Así, mientras autorizaban los gastos que requerían las políticas del ejecutivo, no le entregaba los medios para financiarlas (impuestos y aranceles) provocando incoherencia en las medidas económicas. Esto obligaba al Banco Central a emitir moneda para llenar el déficit entre gastos y entradas, alimentando la espiral inflacionaria.
Aunque estas dificultades no eran menores, no se alcanzaba a medir sus consecuencias. Al contrario, en el movimiento obrero y popular se vivía un momento de optimismo febril que empujaba la radicalización del proceso; en el entendido que el gobierno estaba con las demandas del pueblo, en muchos lugares se adelantaban a las medidas gubernamentales: aumentaban las huelgas; se enfrentaban constantemente el poder patronal; crecían las ocupaciones de tierras y las tomas de terrenos. La Unidad Popular parecía exitosa, navegando viento en popa; en las elecciones municipales de abril de 1971 obtuvo mas del 50% de los votos, dando muestras del apoyo creciente que cosechaba. Un salto impresionante si se considera que en ocho meses había aumentado su respaldo en 14%.
Esta fue la señal de alarma para la derecha, la que comprendió de pronto -frente a la determinación de Allende de cumplir con las reformas previstas en el programa de la UP- que la sola oposición en el parlamento no le sería insuficiente. Así comenzó a debilitarse el frágil equilibrio que existía en la oposición entre el Partido Nacional, partidario de una lucha por todos los medios contra la UP, y la Democracia Cristiana, qiue privilegiaba la confrontación legal. En adelante, no bastaría la panoplia de los medios parlamentarios y la calle se convertiría en otro espacio para la guerra abierta de la oposición contra el gobierno, con todos los medios disponibles. De esta manera, la derecha dura se lanzó en operaciones de boicot económico. Un boicot que al comienzo fue discreto y silencioso, pero que acentuaría las dificultades de aprovisionamiento que había comenzado a conocer el gobierno ante el crecimiento de la demanda popular. Fue también en ese momento en que los grupos de extrema derecha, como Patria y Libertad, comenzaron a ocupar las portadas de la prensa con sus primeros atentados con bombas.
La dinámica de los enfrentamientos sociales tomó un giro cada vez más político. Fue la oposición la que tomó la batuta, denunciando sin vergüenza el intolerable atentado contra las libertades democráticas y los incalculables riesgos que significaba “la dictadura comunista”. Las reacciones del empresariado, destacadas por una prensa ampliamente controlada por la derecha, tomaban cada día un cariz más agresivo.
Sin embargo, y esto lo reconocían los propios empresarios, el primer año de gobierno popular no había sido precisamente un período de padecimiento económico. Cuando se nacionalizaron las empresas se aplicó una indemnización; y sobre todo, los negocios les habían sido prósperos en 1971. Pero, la dimensión política de los hechos se impondría a toda otra consideración, determinando de ahí en adelante, el conjunto de la dinámica social. Ello explica la relativa importancia que tuvieron las primeras manifestaciones anti-UP, en diciembre de 1971, de las llamadas “cacerolas vacías” que protagonizaron unas diez mil mujeres de barrio alto que salieron a la calle a quejarse por la política del gobierno y por la falta de víveres. Ello explica también que, el mismo mes, se realizara la primera huelga de mineros del cobre en Chuquicamata (cuyos sueldos cuadruplicaban los de un obrero chileno medio), huelga claramente digitada por la Democracia Cristiana.
Eran las oscuras premisas de una situación global que durante 1972 no cesaría de degradarse. La inflación dio un salto y a fines de 1972 alcanzó 174%. Resultado de la incapacidad de los sectores productivos nacionales de responder a la demanda de las capas populares, pero también del boicot económico y parlamentario de la derecha unificada. El mundo empresarial llegó a ocultar y destruir sistemáticamente los stock, entrabando o reduciendo la producción y así frenando todos los esfuerzos del gobierno para resolver la situación. Estados Unidos se hizo parte de la ofensiva. Como represalia por la nacionalización sin indemnización de sus compañías mineras, cortó las líneas de crédito a Chile, bloqueando sus cuentas en Estados Unidos y presionando a las instituciones financieras internacionales para detener el flujo de inversiones a Chile[2]. Y, como un eco de esas medidas y evidencia del peso de sus amenazas, en marzo de 1972 se reveló la existencia de un plan de la ITT (International Telephone & Telegraphe) destinado a derrocar al gobierno de la UP[3].
Frente a este peligroso cuadro, la Unidad Popular vacilaría en cuanto a la conducta a seguir, dividida entre dos estrategias opuestas[4]. De un lado el Partido Comunista y los sectores moderados de la UP preconizaban una posición conciliadora, una táctica de repliegue. “Es necesario consolidar el proceso para avanzar”, señalaban los comunistas, buscando por todos los medios mantener los puentes con la Democracia Cristiana, garante de la legalidad. Por otro lado los sectores más radicales de la UP y el MIR, respondían que había más bien que “avanzar para consolidar” y, en consecuencia, apoyarse sobre todo en la movilización popular, privilegiando una estrategia ofensiva, único medio de derrotar los planes de desestabilización de la derecha. Fueron estos últimos los que convocaron, en julio de 1972 a una “Asamblea del Pueblo” en Concepción. Una asamblea que, situándose fuera de la legalidad institucional y criticando duramente las políticas de la dirección de la Unidad Popular, buscaba desarrollar “en la base” la organización y activación del movimiento obrero y popular. La respuesta de Salvador Allende fue una dura condena a esta iniciativa[5].
El presidente privilegiaba la estrategia más moderada de “consolidar para avanzar”, la que terminaría por imponerse en la UP. Así Pedro Vuskovic, Ministro de Economía de tendencia más radicalizada, fue destituido y reemplazado por el comunista Orlando Millas, como gesto de buena voluntad frente a la Democracia Cristiana. Millas, de acuerdo al principio en vigor de “afirmar al gobierno y consolidar su obra”, se dedicó a una política de reducción de los gastos del Estado y a una operación-verdad acerca de los precios para tratar de frenar el mercado negro.
Pero estas medidas, lejos de calmar a la oposición y el ascenso de las manifestaciones anti UP, no hicieron más que alentarlas para ir más lejos. Ya en agosto, la Confederación de Comerciantes dio el vamos a una huelga que fue acatada ampliamente, y esta vez no sólo por los momios del barrio alto y sus esposas. Sectores importantes de las clases medias se plegaron al llamado, conquistados por la polarización ideológica y el anticomunismo dominante, que alimentaban las crecientes dificultades económicas.
En octubre, los alrededor de 45 mil camioneros encabezados por su dirigente León Vilarín y las asociaciones profesionales por el economista Orlando Sáenz, se unieron a su turno en la conjura. A partir de una plataforma definitivamente política, declararon la huelga indefinida. Las cosas se tornaban serias; se trataba de una huelga abiertamente sediciosa y de consecuencias infinitamente más peligrosas para el gobierno, ya que afectaba directamente el aprovisionamiento del país, en los hechos bastante caótico.
Fue un momento crucial para la Unidad Popular. Entonces nada estaba decidido, ninguna relación de fuerza estaba resuelta. Todo podía inclinarse en un sentido o en otro. Si la pequeña burguesía “gremialista” de los pequeños propietarios se había levantado contera la UP, otras franjas como los empleados del Estado o ciertas profesiones liberales, no se habían inclinado irremediablemente del lado de la oposición. Las Fuerzas Armadas, en silencio expectante, esperaban el desarrollo de los acontecimientos y, en su seno, los sectores golpistas no tenían el margen de maniobra suficiente para actuar de manera eficaz y coordinada. Por último, el movimiento obrero y popular, aún bajo el impacto de la euforia del primer año del gobierno popular, se sentía seguro y se mostraba dispuesto a movilizarse y a comprometerse aún más en una dinámica de cambio social[6]. De esta manera, cuando comenzó la “huelga patronal”, el sector más dinámico no dudó. Frente a la incapacidad en la cual se encontraba el gobierno de poner término al paro, se movilizó aún más. Fue la época cuando se multiplicaron las Juntas de Abastecimientos y Precios (JAP). Estas organizaciones populares, prefiguradas un año antes por Pedro Vuskovic y que estaban estructuradas a partir de los barrios, se multiplicaron rápidamente, dándose como tarea asegurar el abastecimiento de las poblaciones, vigilando a los especuladores e, incluso, desarrollando una red de distribución. Con un verdadero poder paralelo en formación, la Unidad Popular pudo enfrentar los aspectos más desastrosos del chantaje patronal, llegando a controlar hasta el 30% de la distribución general. Y esto no fue todo. Al lado de las JAP nacieron, especialmente en las ciudades más importantes, los primeros “cordones industriales”, agrupaciones territoriales de trabajadores de toda tendencia política y sindical que buscaban defender y ampliar las conquistas del gobierno de la UP a través de la organización colectiva y directa. Como un eco, a nivel comunal –urbano y rural- se estructuraron sobre el mismo principio los “comandos comunales”.
Se asistía a un fenómeno totalmente nuevo. Al margen de los partidos, de los sindicatos, de las diferentes organizaciones de masas controladas por la UP, comenzaban a tomar cuerpo, a desarrollarse organizaciones populares formadas principalmente alrededor de los grandes centros productivos, sobre la base territorial[7]. Estos edran organismos que se concebían, con más o menos claridad, como la expresión de un auténtico poder popular en gestación, de un poder al que Salvador Allende había abierto la puerta, pero que aún faltaba construir[8].
Sin embargo, antes que reforzar el proceso, darle cuerpo a esta radicalización social y darle objetivos políticos, la dirección de la Unidad Popular con una estrecha visión prefirió canalizarla y refugiarse en la legalidad. Durante la crisis, llamó a las Fuerzas Armadas y se rindió a su arbitraje. El 2 de noviembre de 1972, en momentos que la tensión había decaído y que los camioneros parecían haber perdido su batalla, Allende nombró un nuevo gabinete de alianza entre la CUT y las Fuerzas Armadas, en cuyo seno los militares, como el general Carlos Prats, tuvieron un importante lugar. Era una manera de agradecerles por el papel que habían jugado durante los acontecimientos y por su fidelidad al gobierno constitucional. Pero era una manera también de sacarlas de su “neutralidad tradicional”, de empujarlas en la arena política ¡con todos los peligros que eso implicaba!
Una vez más Allende había elegido la conciliación, el compromiso; no obstante, si el peligro parecía temporalmente descartado, la situación había demostrado el estrecho margen de maniobra que tenía el presidente, quien se obstinaba en mantener en el marco de la legalidad una dinámica social que amenazaba reventar, no solamente del lado popular, sino sobre todo desde los sectores patronales.
La hora del compromiso había sonado, la del divorcio se iniciaba. Al comienzo subrepticiamente, con un movimiento obrero y popular que había salido airoso y fortalecido luego de la huelga patronal, pues su participación había sido decisiva para derrotarla. Es así que se despertó una ola de indignación cuando, a comienzos de 1973, el entonces ministro de Hacienda, Orlando Millas, propuso al Congreso –a modo de obtener el apoyo del PDC- una lista restringida de 42 empresas a nacionalizar, sin hacer mención alguna a todas aquellas que estaban ocupadas por sus trabajadores. Ocupaciones, movilizaciones, manifestaciones, con una marcada agitación en los cordones industriales, hicieron que el gobierno abandonara su proyecto. Por primera vez era la clase obrera y no la Democracia Cristiana la que hacía fracasar la negociación.
Las tensiones una vez más irían en aumento, tanto más cuando las elecciones parlamentarias de marzo de 1973 representaban para la derecha la última esperanza de terminar legalmente con el presidente Allende. Le bastaría obtener los dos tercios de los diputados para votar su destitución. Pero, a despecho del caos que reinaba en el país, a despecho de la agitación subversiva de la derecha, la UP evitó lo peor e, incluso, obtuvo un buen resultado: 44% de los votos.
Aunque no consiguió la mayoría, el gobierno restringió el espacio de maniobra de la oposición, a la que no le quedó otro camino que la sedición abierta y el llamado a la insubordinación militar.
A ello se dedicaría sin tardar. De ahí en adelante se asistiría a la intervención repetida de militares en la vida política; la utilización más frecuente de las prerrogativas de la Ley de Control de Armas, votada en noviembre de 1972, contra los militantes de izquierda; la multiplicación de los atentados fascistas junto a las maniobras dilatorias de la oposición en el Congreso, entre ellas la declaración de ilegalidad del gobierno, votada por la Cámara de Diputados el 22 de Agosto de 1973; el aumento de las huelgas políticas, particularmente en Julio y Agosto de 1973; por último, y sobre todo, el tanquetazo del 29 de junio de 1973, donde un grupo de militares, dirigidos por el Coronel Souper- en una especie de ensayo golpista general- intenta sublevarse y hacerse del poder. La intervención del general Carlos Prats, comandante en jefe del Ejército, quién impidió la extensión de la rebelión a otros cuarteles y detuvo el motín, no dejó otra solución a Allende que insistir en su método de enfrentar la situación apoyándose en los últimos elementos leales de las Fuerzas Armadas. El 09 de agosto hizo un llamado a los cuatro comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas y Carabineros, pero-luego de la dimisión del general Cesar Ruiz, de la Fuerza Aérea, quien rehusó actuar contra los camioneros, y la del propio general Prats, demasiado aislado en el Ejercito- Allende se limitó a convocar a generales y almirantes de las tres ramas de las Fuerzas Armadas y de Carabineros.
Esta confianza absoluta en los uniformados, en un momento en que mostraban en general una evidente simpatía por la rebelión, generó el desconcierto en las filas de la UP, más que nunca dividida en dos corrientes antagónicas. De un lado, la izquierda del PS, un ala del MAPU y el MIR, ante la inminencia de un golpe de Estado, presionaban por el cierre del Parlamento y el armamento del pueblo. De otro lado, el PC y las corrientes más moderadas agrupadas alrededor del presidente intentaban a toda costa calmar la situación, apostando a la lealtad de las Fuerzas Armadas y a la defensa del orden constitucional. Sin embargo, si bien fue esta la posición que se impuso una vez más, ya era tarde, muy tarde. Incluso, aunque la Unidad Popular logró reunir cerca de un millón de personas frente a La Moneda el 4 de septiembre de ese año, para festejar un nuevo aniversario de la victoria popular de 1970, la suerte estaba echada. Los militares, que complotaban hacía tiempo, fueron alentados por la votación del Congreso del 22 de agosto y decidieron su acción: era el fin de la unidad popular lo que querían, el poder total lo que buscaban. En rápida maniobra cumplirían su deseo con el golpe del 11 de septiembre. En él, Allende moriría atrincherado en La Moneda, su muerte sería el símbolo del derrumbe de todas las esperanzas populares las que, de un solo golpe, cayeron junto al presidente.
Hasta el final, el presidente Salvador Allende se abstuvo de elegir o comprometerse en un enfrentamiento extra-parlamentario con la derecha y las Fuerzas Armadas. Invariablemente prefirió la política de la negociación y de los sutiles acuerdos parlamentarios, un juego en el que era maestro y que le había servido hasta el momento. Pero, al mismo tiempo, recuerda Régis Debray, como era un caballero de la política, no estaba dispuesto a deshonrarse, cediendo al chantaje de los militares. Para mantener su honor podría haber arriesgado la guerra, sin embargo, “Allende rehusó esta opción, pues creía aún –o hacía que creía- que ambos deseos fundamentales no eran contradictorios”[9]. Así, pagó con su vida esta decisión y Chile con un drama del que hasta ahora no se puede reponer.
Pero antes de analizar una a una sus consecuencias, es necesario, como balance global, volver sobre algunas de las lecciones de este agitado periodo, pues muchas cosas se han escrito sobre las impasses, las contradicciones y las imposibilidades de la Unidad Popular. Y es imposible evitar la tentación de ordenarlas.
La Unidad Popular no murió solamente, como explica el sociólogo Alain Touraine, “por su incapacidad de establecer e incluso mantener un Estado”[10]. Ella sucumbió ante todo por su incapacidad de comprender el rol y la función exacta del Estado, así como por su rechazo de ponerlo en cuestión y lanzarse en la audaz aventura de construir otro sobre bases diferentes.
El Estado de compromiso, del cual ya hemos señalado sus particularidades, no tenía otra función que tratar de integrar relativamente una parte de las capas populares a la gestión del Estado. No podía, entonces, perdurar sino a condición de que su papel redistribuidor se mantuviera en su estrecho límite. A partir del momento en que se intentaba establecer una verdadera democracia participativa y popular, el marco que la ceñía desnudaba su estrechez y su insuficiencia, convirtiéndose en un estorbo. Era necesario superarlo, a lo cual se negó sistemáticamente la dirección de la Unidad Popular.
Pero ello presentaba evidentemente un problema. Si se admite la ineluctabilidad de tal decisión-de poner en cuestión el marco mismo de dicho Estado de compromiso y su institucionalidad-es necesario probar o intentar demostrar que era realizable. A este nivel, no faltan los argumentos. La Unidad Popular se había hecho de múltiples adversarios quienes, bien coordinados, intentaron rápidamente hacerla fracasar: las clases dominantes locales, los Estados Unidos, las clases medias, las Fuerzas Armadas, etc. En suma, demasiados actores sociales se le oponían como para que su caída fuera inevitable.
Pero, falta una objeción: si bien es cierto que cuestionar “el régimen de dependencia” puede provocar conflictos con muchos grupos de intereses, la manera como se lleve a cabo, así como las alianzas que se establezcan en un momento o en otro pueden jugar un papel capital para el éxito o el fracaso de una empresa de tal envergadura. Como prueba, las luchas revolucionarias victoriosas o exitosas -al margen de su suerte posterior- en Méjico, Bolivia, Cuba o Nicaragua, para hablar sólo de América Latina. En este sentido, las tensiones como las vacilaciones que atravesaron la Unidad Popular no fueron dificultades menores.
A la hora del balance, encontramos en líneas generales dos tesis antagónicas que dan cuenta de su trágico fin. Una que tiende a achacar el fracaso de esta experiencia a las veleidades demasiado radicales del movimiento popular y de su ala más a la izquierda (en particular al MIR), veleidades que habrían empujado a las clases medias hacia el campo de la derecha y a la intervención militar. La otra, totalmente opuesta, afirma que fue el rechazo a pasar a la ofensiva a partir del reforzamiento de la unidad política del movimiento obrero y popular, lo que debilitó la situación de la Unidad Popular.
El análisis que hemos intentado hasta ahora muestra que nos inclinamos en buena medida por la segunda hipótesis. A partir del momento que se pretende el socialismo, en el más noble sentido del término, esto es la repartición y gestión real de la riqueza social por y para aquellos que la producen, se sabe que no es posible hacerlo sin que, en un momento u otro, haya que asumir el enfrentamiento con los grupos dominantes. Lo que hay que hacer, entonces, es esforzarse por construir una relación de fuerzas social y política que permita el triunfo.
En este sentido, la existencia de amplias capas medias en Chile plantea un problema real. Si no se las ganaba en su totalidad, se trataba al menos paralizarlas y apartar de la derecha a aquellos sectores susceptibles de caer bajo su influencia. Es cierto que la expresión “clases medias” es a menudo sociológicamente tan vaga que impide distinguir sus diferentes componentes, los que están lejos de constituir un bloque social monolítico. Aníbal Pinto, coincidiendo con las cifras del CENSO de 1960, mostraba – como hemos señalado anteriormente- que ellas se agrupaban al menos en tres grandes franjas: pequeños propietarios (15%), profesionales liberales (15%) y empleados (20%).
Si en el caso de Chile 1972-1973, los pequeños propietarios (ese 15% de la población activa) habían tomado definitivamente su opción, no se podía decir lo mismo de los otros dos sectores. A ellos se les podría haber ganado como aliados, con la condición de proponerles un proyecto viable, dándoles un rol efectivo y un porvenir. Y esto, a condición de enfrentar eficazmente ese miedo al caos y al desorden alrededor del cual a menudo se homogeneizan políticamente las clases medias.
Pero esto habría implicado que los opositores de izquierda a la estrategia dominante en la Unidad Popular hubiesen tenido una visión más clara sobre la alternativa a proponer y que se hubieran reagrupado en un solo partido. Ello habría implicado romper más claramente con las viejas prácticas político-sindicales nacidas al amparo de los compromisos trazados en tiempos de los frentes populares; romper con las relaciones verticales y clientelistas que los dirigentes de la UP mantenían con sus bases. Romper de manera de dar todo el espacio necesario a los nuevos organismos de doble poder que comenzaban a constituirse en los centros industriales, en la periferia de las ciudades y en el campo.
Esa era una de las claves del proceso, cuya importancia no comprendió lo bastante rápido siquiera la propia oposición de izquierda, en el seno o en el exterior de la UP. Entonces se habría podido realmente unir y reforzar el “poder popular” sobre el cual todos los eslóganes partidistas repetían su necesidad. Entonces habría podido forjarse la ansiada alianza de todos/as los/as oprimidos/as.
[1] Todas estas cifras fueron citadas por Jacques Chonchol durante una conferencia ofrecida en la UQUAM (Montreal, Canadá) el 2 de noviembre de 1990.
[2] De los 270 millones de dólares acordados a Chile 1972, este solo recibiría 32 millones. Apropósito, ver Christian Deslois, Chili (novembre 70 – Janvier 74) Réformeou révolution, París, Ed. Guilles Tautin, 1974, Pág. 19.
[3] “Es necesario hacer todo, sin escándalo, pero por todos los medios más eficaces para asegurar que Allende no llegue más allá de los seis meses próximos que serán cruciales”, afirmaba la ITT al Ministro de Comercio de Estados Unidos, Peterson, en una carta enviada en septiembre de 1971 justo después que la ITT fuera nacionalizada. Texto citado por el periodista Jack Anderson y recogido por Anthony Sampson en ITT, I’ Etat souverain, París, Alain Moreau, 1973, Pág. 400. El plan comprendía dieciocho puntos, entre ellos el bloqueo de los créditos bancarios, la subvención de El Mercurio, la organización del descontento en las Fuerzas Armadas, el deterioro de la economía y la cooperación con la CIA, la cual estaba seguramente implicada en el millón de dólares que se encontró en el vehículo de uno de los dirigentes de Patria y Libertad, durante la huelga de camioneros. Para el paro de octubre de 1972, éstos recibieron 5 mil escudos (entre 40 y 160 dólares de la época, según fuera la tasa de cambio) por día/camión paralizado. Al respecto, ver Chili: le dossier noir (colectivo, París, Témoins – Gallimrd, 1974 el artículo de Armand Mattelart Le “gremialisme”, idéologie de la Bourgeoisie chilienne, Pag. 117. Según el Washington Post y el New York Times (Le Monde del 10 de septiembre de 1074) W. Colby, director de la CIA, habría informado a una subcomisión de la cámara de representantes de Estados Unidos, que el gobierno norteamericano autorizó a la CIA el empleo de ocho a once millones de dólares con el fin de derrocar al gobierno de Salvador Allende.
[4] A este propósito, ver los testimonios recogidos por José del Pozo en Rebeldes, Reformistas y Revolucionarios, una historia oral de la izquierda chilena en la época de la Unidad Popular, Santiago, Ed. Documentas, 1992.
[5] Esta asamblea reunió 139 organizaciones de masas de la región de Concepción y a cinco organizaciones políticas, algunas pertenecientes a la UP (menos el PC). Ella declaró que repudiaba al Congreso por “estar dirigido por los enemigos del pueblo” y acordó “su apoyo al proceso revolucionario a través de todas sus organizaciones de masas (…)”. Sin embargo, su papel fue más bien simbólico y su función solo de agitación, ya que desde su origen careció de iniciativas concretas de “doble poder” en la región. Ver análisis, al respecto, de Hugo Cancino y Cecilia Castro, op. cit. Pag. 186 y 191.
[6] Como expresión de esta determinación sería interesante considerar el número de empresas bajo control de los trabajadores: antes de la crisis de octubre de 1972 se contaban 167 empresas requisadas o “intervenidas”; de ellas, solo 26% formaba parte de la lista del programa de la UP. Otro indicador fueron las huelgas: en 1970, sobre los 2036 conflictos registrados, se contaron 1580 huelgas y 456 ocupaciones de empresa; en 1971, sobre los 3037 conflictos, 1758 fueron huelgas y 1278 ocupaciones. Ver Maurice Majman, Le Chili est proche, París, Maspéro, 1975, Pág. 17 y 18.
[7] A título de ilustración ver el rol que jugaron los trabajadores de la textil Yarur en la formación de los “cordones industriales”, cuya evolución es descrita por Peter Win en Weavers of revolution, the Yarur Workers and Chile’s road to Socialism, New York, Oxford University Press, 1986.
[8] Hemos indicado que en el seno de la izquierda se enfrentaban dos estrategias. Sería bueno, de todas maneras, precisar que aquella que se decía crítica respecto de las posiciones de Allende y el Partido Comunista, estaba lejos de aparecer con una estrategia elaborada, alternativa y coherente. En este sentido compartimos buena parte de Angélica Silva y Patricia Santa Lucia Les cordons industriels, en Les Temps Modernes, N° 342, de enero 1975. Destaquemos de las Pág. 715 y 716: “la otra (estrategia) esbozada notablemente en los documentos del PS y del MIR no tenía el carácter de una estrategia alternativa sino a partir del momento cuando el desarrollo del movimiento de masas hace suyas ciertas proposiciones políticas y obliga a los sectores revolucionarios (…) a desarrollar con mas coherencia (…) el significado de esta estrategia (…). Sin embargo, los partidos y los sectores revolucionarios no estuvieron a la altura de las exigencias del movimiento obrero y, en muchas ocasiones, fueron sobrepasados por éste. La tragedia residió precisamente en la ausencia de una real alternativa política revolucionaria (…). Por esta razón, la segunda estrategia no mostró mayor coherencia que la primera”.
[9] Ver Régis Debray en Le Monde del 19 de septiembre de 1973, “Le refus viscéral de la guerre civile”.
[10] Ver Alain Touraine en Le Monde del 09 de octubre de 1973, vie et mort de l’ Unité populaire. A propósito del ingreso de militares al gabinete del gobierno popular, él afirmaba, el 09 de agosto de 1973, que “el cambio político actual es una condición necesaria para el desarrollo de la Unidad Popular y de su obra”. Ver et mort de l’ Unité populaire, París, Le Seuil, 1973, Pág. 35.