
Convivencia Escolar y Construcción de Sujeto en la Escuela
Es necesario analizar la convivencia escolar y los dispositivos que los establecimientos educacionales utilizan para abordarla como parte fundamental de los aprendizajes y del proceso de construcción de sujeto que se desarrolla en la escuela.

por Raúl Ortega Mondaca
Los últimos veinte años han sido claves para instalar en el debate académico y la opinión pública, temas como la convivencia y violencia escolar, la desigual distribución de los resultados académicos o el desempeño docente. Si bien la instalación de estos temas ya es un hecho, aún es necesario mayor profundidad y consistencia teórica entre los diversos enfoques utilizados para analizarlos, así también, desarrollar mayores esfuerzos investigativos en cada una de sus dimensiones, para lograr incidir efectivamente con estos debates en la política pública y la cotidianeidad de los centros educativos.
Más aún, es necesario posicionar cada uno de estos temas, en un contexto más amplio de reflexión y revisión del sistema escolar vigente. Pues, claramente, el tipo de convivencia escolar y las formas de abordaje de su conflictividad, inciden en la calidad de los procesos pedagógicos y la calidad de vida de los diferentes actores escolares (Ruz, 2006; Ortega, Maripangui, Ñancupil y Carafi, 2007).
En definitiva, es necesario construir una perspectiva teórica que permita analizar la convivencia escolar y los dispositivos que los establecimientos educacionales utilizan para abordarla como parte fundamental de los aprendizajes y del proceso de construcción de sujeto que se desarrolla en la escuela como institución formadora.
Este proceso de construcción teórica conlleva tener presente las características generales del sistema educativo y por sobre todo, la función social que desempeñan los establecimientos educacionales en nuestra sociedad, pues este será el marco de referencia de todo lo que ocurre en una escuela o liceo, incluyendo obviamente, su propia convivencia.

La Función Social de la Escuela como Marco de la Convivencia
Desde el Estado se plantea que «la educación es el proceso de aprendizaje permanente que abarca las distintas etapas de la vida de las personas y que tiene como finalidad alcanzar su desarrollo espiritual, ético, moral, afectivo, intelectual, artístico y físico, mediante la transmisión y el cultivo de valores, conocimientos y destrezas. Se enmarca en el respeto y valoración de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, de la diversidad multicultural y de la paz, y de nuestra identidad nacional, capacitando a las personas para conducir su vida en forma plena, para convivir y participar en forma responsable, tolerante, solidaria, democrática y activa en la comunidad, y para trabajar y contribuir al desarrollo del país». (Ley N°20.370 General de Educación, 2009)
En esta definición legal de educación se complementan diferentes ideas y perspectivas conceptuales, las que hacen referencia a distintas ideas sobre que implica educar y más específicamente, el rol de las instituciones escolares en la sociedad.
Por una parte, está la idea de educación como desarrollo integral del individuo, es decir como potenciación de sus habilidades, actitudes y conocimientos individuales. Por otro lado, la necesidad de mantener y reproducir el orden social imperante, focalizando los esfuerzos en la integración de las nuevas generaciones y la construcción de un sujeto funcional a la sociedad a la que pertenece y se integra. Si bien ambas ideas son complementarias, poner el énfasis en una u otra, conlleva consecuencias diferenciadas en las características que adquieren el sistema educativo y la convivencia escolar que allí se desarrolla.
En la primera perspectiva, se inscriben los planteamientos de UNESCO, que a partir de las tensiones que originan los procesos de modernización en los diferentes ámbitos de la vida social, sostiene que la educación es la encargada de desarrollar al máximo las competencias y habilidades de los sujetos. Para ello proponen implementar el principio de “educación durante toda la vida” (Delors, 1996) como uno de los pilares de los sistemas formales de enseñanza.
Este principio consiste en abrir el acceso a la información y las instancias de capacitación a todas las personas durante diferentes etapas de su desarrollo, es decir, entendiendo a la educación como un proceso necesario de renovar y fortalecer continuamente de acuerdo con las expectativas e intereses individuales y las necesidades sociales. Sostiene que el concebir la educación durante toda la vida, significa dar espacio a la continua capacitación de los individuos para perfeccionar y profundizar sus conocimientos y habilidades en contextos flexibles y diversos; un proceso donde las personas no sólo se integran a su sociedad, sino además, se potencian a sí mismas en medio de las constantes transformaciones globales.

La propuesta conlleva la necesidad de establecer una educación básica o general de calidad para todos/as, que permita posteriormente diversificar la oferta educativa de acuerdo con nuevas necesidades y condiciones sociales. Se intenta “compaginar una cultura general suficientemente amplia, con la posibilidad de estudiar a fondo un número reducido de materias. Esta educación general sirve de pasaporte para una educación permanente” (Delors, 1996, p.17), abierta a diversas trayectorias, gustos e intereses sociales e individuales.
La educación durante toda la vida abarca cuatro dimensiones básicas, las que permiten a las y los actores, desenvolverse en la sociedad actual y constituyen verdaderos pilares curriculares para el sistema escolar. Estas dimensiones son:
- Aprender a conocer: desarrollar conocimientos y aprender a aprender.
- Aprender a hacer: desarrollar habilidades y destrezas prácticas.
- Aprender a ser: desarrollar grados de autonomía y autoestima.
- Aprender a convivir: desarrollar relaciones sociales valoradas positivamente.
Claramente, las distintas dimensiones se complementan en una construcción de sujeto o tipo de persona integral, que desarrolla habilidades y destrezas frente a su propio contexto. Sin embargo, para este análisis, el “aprender a convivir” es el eje que resulta de mayor relevancia, pues posiciona a la convivencia como uno de los pilares del proceso pedagógico, así como una dimensión del desarrollo de las y los sujetos.
La convivencia en las escuelas adquiere gran importancia pues no sólo es entendida como el contexto donde se desencadenan los aprendizajes, sino como una parte fundamental de dichos aprendizajes. En otras palabras, las relaciones sociales entre estudiantes, docentes, directivos y demás miembros de la comunidad educativa, constituye una importante instancia u oportunidad de aprendizaje para las y los actores que mantienen dichos vínculos. La idea es reconocer la convivencia escolar como parte fundamental de la pedagogía y la construcción de sujeto que se realiza cotidianamente en la escuela (Torres, 1991). Por ejemplo, una relación vertical y frontal de traspaso de conocimientos entre docentes y estudiantes, generará determinados aprendizajes cognitivos, pero además desencadenará otros aprendizajes, en relación al trato vertical y distante entre quienes poseen y no poseen el conocimiento (Jares, 1997; Llaña, 2011).
Los centros educativos, como toda institución, generan procesos al margen de los discursos formales en los que se basa su organización. Es lo que se conoce como currículum oculto, o el conjunto de procesos que discurren por debajo del control educativo que el profesorado realiza de forma consciente y planificada. Gran parte del currículum oculto está formado por los sistemas de comunicación, las formas que adquiere el poder y los estilos de convivencia que tienen lugar en la institución escolar. (Ortega, 2000, p.33)
Existen muchos tipos de convivencia escolar y cada uno de éstos repercutirá de forma diferente en las y los actores escolares, ya sea en la construcción de sujeto de las y los estudiantes, las condiciones laborales y profesionales de docentes, directivos y asistentes de la educación, cercanía de las y los apoderadas/os, inserción en la comunidad, etc. Desde esta perspectiva, la convivencia escolar es concebida como un fin en sí misma, pues sería un pilar importante del desarrollo personal de cada sujeto y parte relevante del proceso educativo. Sin embargo, en ningún caso es posible pensar la educación fuera del contexto social donde se desarrolla, en este sentido, la educación también es la “transmisión por parte de una generación adulta a una joven, la cultura imperante en una sociedad (esto es, sus valores, normas, conocimientos y patrones de conducta), a fin de asegurar e incrementar la cohesión social en dicha sociedad” (Vasconi, 1977, p.23), es decir, asegurar la reproducción del tejido social donde se desarrolla el proceso educativo.

Emile Durkheim planteó la educación como “la acción ejercida por las generaciones adultas sobre las que no están maduras para la vida social. Tiene por finalidad desarrollar ciertos estados físicos, intelectuales y morales que necesita la sociedad en su conjunto y el medio especial al que está particularmente destinado” (1990, p.47). Es decir, la educación constituye uno de los procesos más concretos de constitución y mantención de lo que Durkheim planteó como la “conciencia colectiva” de la sociedad, es decir ese cuerpo de ideas y sentidos compartidos que transforman a un grupo de individuos en un grupo social.
En términos simples, el proceso educativo refuerza el vínculo social de cada sujeto (nuevo) con su sociedad, internalizando en él o ella, el conjunto de instituciones y normativas vigentes, así como preparando al individuo para su incorporación a la división social del trabajo. La idea de fondo es mantener la solidaridad social, a través de la construcción de sujetos aptos para desenvolverse en su respetivo grupo social.
Como se trasluce de los planteamientos anteriormente enunciados, no se puede pensar en los procesos educativos sin tener en vista una mirada de la sociedad que se construye y del sujeto que deseamos habite esta sociedad. En ese sentido, el acto educativo no es neutro. Qué se enseña y cómo, son opciones coherentes con determinados modelos sociales y de individuo, que sirven de soporte a la generación del acto educativo. (Banz, 2008, p.2)

El sistema formal de enseñanza es uno de los mecanismos más importantes, a través de los cuales, la sociedad se reproduce continuamente. Esto, pues en su cotidianeidad, los diferentes individuos adquieren conocimientos específicos, desarrollan actitudes y habilidades, internalizan valores y sentidos, generan vínculos y se apropian de metodologías y dinámicas sociales útiles en su entorno.
Esta construcción de sujeto no siempre es explícita o intencionada, pues no sólo se desarrolla a través del trabajo planificado propio del currículo oficial desarrollado en clases, además, se ejerce y desencadena en las más diversas acciones y acontecimientos propios de la cultura escolar: actividades extraprogramáticas, el ambiente existente en los recreos, el trato de las autoridades, las normas y reglamentos vigentes, la relación informal que se establece con algunos/as asistentes de la educación o los vínculos de amistad y rivalidad con otras/os estudiantes, constituyen pilares no planificados, propios de esta construcción.
El o la estudiante aprende tanto en clases como fuera de ellas, pues la manera en que se relaciona con los demás actores escolares es parte fundamental de los aprendizajes que desarrolla en el espacio educativo.
En la escuela, la institución educativa profesional por excelencia, todo enseña «(…) Éste no sólo influye sobre qué se enseña, sino también sobre la manera cómo la escuela se estructura y organiza para enseñar, lo que impacta directamente en la visión de sociedad que irán adquiriendo los estudiantes durante el proceso educativo, de las relaciones que se dan en ésta y de su lugar dentro de la misma. Una escuela organizada autoritariamente enseñará autoritarismo. Una escuela en la que los conflictos se resuelven agresiva o unilateralmente enseñará ese modo de afrontar los conflictos». (Banz, 2008, p.3)
En este sentido, frente a la existencia de contenidos mínimos obligatorios definidos por decreto para todos los establecimientos educacionales, la escuela “debe ser analizada más en su cómo enseña que en su qué enseña; ya que aquél es su contenido real y éste, su ocultamiento” (Redondo, 2000, p.9). La importancia social de la educación no sólo se establece en los contenidos específicos enseñados en la institución escolar, sino que también, en su función adaptativa y de control que ejerce en sus técnicas de aprendizaje, trabajo escolar y formas de evaluación.

Según Jesús Redondo (2000), más allá de los aprendizajes intencionados explícitamente en clases, las metodologías utilizadas cotidianamente en la escuela, dentro y fuera del aula, constituyen un verdadero adiestramiento para las y los estudiantes en dinámicas sociales más complejas y constitutivas de un determinado tipo de sociedad. A través de las metodologías escolares, el sistema escolar desarrolla, al menos las siguientes tres funciones estructurales:
- Función tecno-económica: La primera función de la escuela es preparar a las nuevas generaciones para su incorporación al mundo del trabajo, entendiendo esto como la obtención y desempeño de empleos especializados y flexibles. De esta forma, “la experiencia de los jóvenes se configura desde la experiencia de éxito/fracaso escolar en la escuela; no sólo en el logro académico sino en las relaciones sociales con los iguales y con los adultos” (Redondo, 2000, p.11), en otras palabras, internalizar metodologías de trabajo que incluyen: la importancia del orden establecido, relaciones sociales impersonales, jerárquicas y racionalizadas, alienación del trabajo escolar, selección de rasgos de carácter, motivación por resultados, competencia poco solidaria, división del trabajo, sometimiento a una evaluación y calificación externa, entre otras.
- Función sociopolítica: La segunda función de la escuela es legitimar simbólicamente el orden social y la institucionalidad política vigente. Esto nuevamente, se logra más que con contenidos explícitos, con el tipo de trato que reciben las y los estudiantes por parte de las autoridades del establecimiento, los rituales escolares (actos cívicos, ceremonias y celebraciones), elección de presidentes de curso y centros de estudiantes, implementación de un Reglamento Interno, institucionalización de todas las actividades grupales, etc. Tanto es así, que el concepto de “ciudadanía escolar”, lentamente ha ido permeando las dinámicas organizativas de los centros educativos del país.
- Función cultural-ideológica: La tercera función que cumple la escuela es la de promover entre las y los estudiantes determinados valores sociales, propios de la sociedad actual. Estos valores se expresan como metas o fines sociales deseados, tales como el éxito económico, aumentar el nivel de consumo o la movilidad social, así como también a través de medios o mecanismos socialmente legítimos para conseguir dichas metas, por ejemplo, trabajando, estudiando, endeudándose, etc.
Las tres funciones sociales desarrolladas por la escuela, descritas por Redondo, posicionan a las metodologías escolares y a la convivencia escolar, como pilares del proceso pedagógico que allí acontece. Sería a través de estos mecanismos, como el sistema escolar articula cotidianamente la construcción de un determinado tipo de sujeto. Surge entonces, la necesidad de ampliar la revisión sobre estos mecanismos y en particular las características que la convivencia escolar adquiere en este desarrollo.

La Escuela como Disciplinamiento
Una de las definiciones más comunes de disciplina la entiende como “doctrina e instrucción de una persona (…) que moldea forma, corrige e inspira el comportamiento apropiado” (Díaz y Cazzato, 2007, p.129), es decir, es el aprendizaje y adiestramiento sobre lo que es considerado bueno y malo en una sociedad, adquisición de habilidades, valores y actitudes socialmente aceptadas. En este sentido, la idea de educar y construir un tipo específico de sujeto puede ser entendido también como disciplinar a las y los estudiantes.
Tanto los pilares curriculares sugeridos por UNESCO (Delors, 1996) como las funciones estructurales de la escuela desarrolladas por Redondo (2000), se traducen en objetivos de aprendizaje que dan cuerpo y sentido al sujeto “producido” en los diferentes establecimientos educacionales. Disciplinar sujetos significa, entonces, moldear las características de un individuo para hacerlo funcional a la sociedad a la que pertenece, lo que constituiría el verdadero objetivo de la escuela como institución formadora. En este sentido, “la forma más utilizada para asegurar el cumplimiento de sus objetivos es la estructuración de un sistema disciplinario, con un reglamento que determina las conductas que los alumnos deberían presentar y las conductas que no deberían tener” (Sepúlveda, 2001, p.4).
Sin embargo, no sólo el reglamento de disciplina es utilizado bajo el propósito descrito; por el contrario, este dispositivo sólo sintetiza explícitamente algunos de los elementos de un entramado mucho más amplio y complejo. Todos los ámbitos de la escuela aportan en la construcción de sujeto, todo el accionar institucional puede ser visto como un acto disciplinario en función de esta construcción.
La estructura jerárquica de la escuela constituye el contexto apropiado para que el mundo adulto de la escuela discipline y moldee a las (nuevas) generaciones de estudiantes. Es un proceso constante y sistemático que puede conllevar momentos de tensión y obviedad como cuando se sanciona un acto específico de indisciplina cometido por algún/a estudiante, pero opera igualmente en la rutina cotidiana de cada clase, en el acto cívico, el control de la asistencia o el establecimiento de horarios, también en la asignación de trabajos académicos, regulación tiempos de descanso y de alimentación de las y los estudiantes, entre muchas otras cosas. De hecho, Michel Foucault sostiene que “a estos métodos que permiten el control minucioso de las operaciones del cuerpo, que garantizan la sujeción constante de sus fuerzas y les imponen una relación de docilidad-utilidad, es a lo que se puede llamar disciplina» (Foucault, 2002, p.141).

En este sentido, los establecimientos educacionales, así como otras instituciones propias de la sociedad moderna, funcionarían como verdaderos dispositivos de poder disciplinario, es decir, donde las y los individuos son moldeados y sometidos a pautas de normalidad social y productividad económica. Las lógicas cotidianas de acción de los centros educativos se articulan en una suerte de homogenización de subjetividades, es decir, adecuación de la personalidad y el comportamiento de los sujetos para que estén acordes a las pautas sociales establecidas y reproduzcan las relaciones sociales de dominación como si fuesen naturales.
La cotidianeidad escolar en sí misma, es el mecanismo de disciplinamiento. Prácticamente todas las relaciones sociales que dan vida a la convivencia en la escuela y sus metodologías de trabajo, apuntan al control social de los individuos y la reproducción de valores, actitudes y conocimientos socialmente aceptados. La escuela funciona como una máquina que produce sujetos funcionales y dóciles para la sociedad capitalista en la que la misma escuela está inserta.
«La minucia de los reglamentos, la mirada puntillosa de las inspecciones, la sujeción a control de las menores partículas de la vida y del cuerpo darán pronto, dentro del marco de la escuela, del cuartel, del hospital o del taller, un contenido laicizado, una racionalidad económica o técnica». (Foucault, 2002, p.141)
Para entender el proceso de disciplinamiento desarrollado en la escuela, no sólo hay que mirar las acciones de la institución frente a los hechos disruptivos, sino más bien los fenómenos que componen la cotidianeidad del lugar; es decir, los momentos y los espacios de supuesta tranquilidad o normalidad. Es allí cuando el poder disciplinario se ejerce con más fuerza, pues su efectividad aumenta cuando es más discreto e invisible para los diferentes actores que lo ejercen y sufren. “La simple existencia de la amenaza del castigo, la vivencia de que hasta los más mínimos detalles pueden ser objeto de penalización, sumerge a los escolares en un castigo virtual que existe y se sufre, aunque no se ejecute” (Suarez, 2004, p.432). Las dinámicas escolares están constituidas como ejercicios de poder disciplinario, por lo que van internalizando en los diferentes actores escolares, las lógicas y características de la subjetividad dócil y funcional que se busca producir.
La disciplina en la escuela se levanta a través de cuatro principios complementarios, entre los que, siguiendo a Foucault, se debe mencionar:
- Clausura: “la disciplina exige la especificación de un lugar heterogéneo a todos los demás y cerrado sobre sí mismo. Lugar protegido de la monotonía disciplinaria” (Foucault, 2002, p.145). Un límite que al establecer un adentro y un afuera, determina un territorio de acción y ejercicio del poder disciplinante. Las y los estudiantes no pueden entrar y salir libremente, se establecen protocolos de acceso y salida diferenciados para cada actor escolar. Esta es la especificación del lugar físico donde opera el proceso de disciplinamiento.
- Control de los movimientos: el espacio disciplinario tiende a dividirse en tantas parcelas como cuerpos o elementos que repartir hay. Es preciso anular los efectos de las distribuciones indecisas, la desaparición incontrolada de los individuos, su circulación difusa, su coagulación inutilizable y peligrosa; táctica de antideserción, de antivagabundeo, de antiaglomeración. Se trata de establecer las presencias y las ausencias, de saber dónde y cómo encontrar a los individuos, instaurar las comunicaciones útiles, interrumpir las que no lo son, poder en cada instante vigilar la conducta de cada cual, apreciarla, sancionarla, medir las cualidades o los méritos… Se trata a la vez de distribuir a los individuos en un espacio en el que es posible aislarlos y localizarlos; pero también de articular esta distribución sobre un aparato de producción que tiene sus exigencias propias. Hay que ligar la distribución de los cuerpos, la disposición espacial del aparato de producción y las diferentes formas de actividad en la distribución de los puestos. (Foucault, 2002, p.147).
- Cosificación de los individuos: el poder disciplinario trata a los sujetos en construcción como si se tratara de objetos, no reconociendo en ellas y ellos, ninguna particularidad o característica distintiva o propia, más allá de las fomentadas por el propio sistema. “El alumno/a casi nunca es considerado de forma personal como un individuo concreto, sino que, con mucha frecuencia, es considerado uno más de un grupo” (Ortega, 2000, p.16). La diversidad de las personas se reduce a la homogeneidad estandarizada de los casos a tratar, donde cualquier atributo puede ser analizado y registrado protocolarmente. Desde esta perspectiva, los esfuerzos por clasificar a las y los estudiantes según sus edades, sexos, notas, conductas, necesidades educativas, etc. permiten planificar de mejor forma las acciones pedagógicas y los mecanismos disciplinarios. La tecnificación del proceso educativo constituye una verdadera economía del poder, pues permite proyectar y conseguir más y mejores resultados con menor utilización de recursos o desgaste del sistema. Las anotaciones en los libros de clase constituyen un dispositivo concreto que funciona directamente en esta lógica.
- Economía del orden: en la disciplina, los elementos son intercambiables puesto que cada uno se define por el lugar que ocupa en una serie, y por la distancia que lo separa de los otros. Al asignar “lugares individuales, ha hecho posible el control de cada cual y el trabajo simultáneo de todos. Ha organizado una nueva economía del tiempo de aprendizaje. Ha hecho funcionar el espacio escolar como una máquina de aprender, pero también de vigilar, jerarquizar y recompensar”. (Foucault, 2002, p.151)

En los establecimientos educacionales la aplicación de estos cuatro principios opera como el establecimiento de un orden de funcionamiento interno, estructura y manejo de la información necesaria para planificar la labor educativa y es en el proceso de establecer ese orden, el momento clave en el que la convivencia escolar ejerce su rol disciplinador y/o pedagógico. Es aquí cuando las relaciones sociales desarrolladas en la escuela juntamente con todos sus protocolos y procedimientos de orden construyen subjetividad en las y los estudiantes, así como en los demás miembros de la comunidad educativa.
El trato entre estudiantes y docentes en el aula, el tipo de recibimiento de las y los apoderadas/os al ser citados al establecimiento o las posibilidades de diálogo para solucionar conflictos interestamentales, constituyen algunos de los elementos de la convivencia escolar que configuran el orden disciplinador que va moldeando subjetividades. No sólo para corregir las anomalías o disfuncionalidades, sino para producir lo denominado “normal” o “bueno”, es decir, establecer comportamientos deseados, actitudes valoradas y definir las vías institucionales y legitimas de interacción entre individuos y consecución de metas. De eso se trata el poder disciplinario, de construir sujetos para reproducir realidades sociales, políticas y económicas determinadas.
Con el orden cotidiano de la escuela, la adaptación de niñas, niños y jóvenes como sujetos dóciles y funcionales a la sociedad, es progresiva y sistemática. Sus metodologías de funcionamiento, entre los que destacan el abordaje de la convivencia escolar y el currículo educativo “garantizan la obediencia de los individuos, pero también una mejor economía del tiempo (…) La primera de las grandes operaciones de la disciplina es, pues, la constitución de cuadros vivos que trasforman las multitudes confusas, inútiles o peligrosas, en multiplicidades ordenadas” (Foucault, 2002, p.152).
Según Foucault, existirían tres mecanismos concretos, muy utilizados en la realidad escolar, que operativizan al poder disciplinario de la escuela. Estos serían: “la inspección jerárquica, la sanción normalizadora y su combinación en un procedimiento que le es específico: el examen” (2002, p.175).
- La inspección jerárquica consiste en el control y supervisión de todo lo que acontece en un establecimiento educacional, por parte de un grupo reducido de personas. Adultos/as encargados/as de vigilar a las y los estudiantes, e incluso a otras/os adultos/as que trabajan en la misma escuela. Se han establecido protocolos y procedimientos que van desde la arquitectura de los edificios, sistemas de registros y todo un aparataje metodológico para hacer de la vigilancia un hecho contante y efectivo. Las anotaciones en los libros de clases constituyen una concreción de este elemento.
- La sanción normalizadora, por su parte, consiste en las medidas adoptadas por la escuela, para corregir conductas de las y los estudiantes, que son consideradas nocivas o perjudiciales para el logro de los objetivos pedagógicos planteados. Estas medidas institucionales, más que intentar comprender las acciones disruptivas, tienen su acento en reestablecer la disciplina general del establecimiento y reincorporar al estudiante transgresor/a al proceso de construcción de subjetividad deseado. De hecho, siguiendo la Circular N° 482 de la Superintendencia de Educación Escolar (2018), se han regulado y restringido fuertemente las denominadas “sanciones de exclusión” del sujeto castigado (sacarlo de clases, suspenderlo, devolverlo a casa o expulsarlo), promoviendo sanciones que mantengan al sujeto en clases intentando la reparación del daño sin sacarlo de la cotidianeidad escolar.
- El examen combina las técnicas de la jerarquía que vigila y las de la sanción que normaliza. Es una mirada normalizadora, una vigilancia que permite calificar, clasificar y castigar. Establece sobre los individuos una visibilidad a través de la cual se los diferencia y se los sanciona. A esto se debe que, en todos los dispositivos de disciplina, el examen se halle altamente ritualizado (…) La superposición de las relaciones de poder y de las relaciones de saber adquiere en el examen toda su notoriedad visible. (Foucault, 2002, p.189)
Tal como se ha planteado hasta ahora, el poder disciplinario no sólo reprime y anula la diversidad de las (nuevas) generaciones. Más que castigar las disrupciones, analizar, evaluar y clasificar individuos, el poder disciplinario tiene por objetivo la producción de realidad. Además de vigilar y reprimir, se trata de construir y fomentar habilidades, actitudes y valores propios de una subjetividad funcional y dócil. Más que la simple negación, el poder es una proposición, una acción generadora. “El poder disciplinario no encadena las fuerzas para reducirlas; lo hace de manera que a la vez pueda multiplicarlas y usarlas (…) la disciplina fabrica individuos” (Foucault, 2002, p.175).

Construcción de Sujeto en el Sistema Escolar
Tal como se ha señalado, “el individuo es un efecto del poder” (Foucault, 1992, p.144). Una construcción desarrollada en algunos aspectos de forma consciente e intencionada y en otros de manera tacita o inconscientemente. Si bien muchos factores y mecanismos influyen en su construcción, es indiscutible que la cotidianeidad de la escuela constituye un elemento decisivo al respecto. “Hay que cesar de describir siempre los efectos de poder en términos negativos: excluye, reprime, rechaza, censura, abstrae, disimula, oculta. De hecho, el poder produce; produce realidad; produce ámbitos de objetos y rituales de verdad. El individuo y el conocimiento que de él se puede obtener corresponden a esta producción” (Foucault, 2002, p.198).
La escuela construye un tipo determinado de sujeto a través de los contenidos específicos de aprendizaje, las metodologías de funcionamiento interno de la institución y particularmente, a través de las dinámicas y características que adquiere la convivencia escolar. Todos estos elementos, se entrecruzan en cada establecimiento educacional, por lo que se requiere un análisis más profundo para comprender las características generales de este sujeto en construcción.
El proceso de disciplinamiento que se desarrolla en la escuela, va moldeando a las y los estudiantes hacia un tipo específico de sujeto, funcional a la sociedad actual. Constituye si se quiere, un proceso de inducción para aprender e internalizar las lógicas y sentidos sociales vigentes, desarrollando las habilidades necesarias, no para ser exitoso/a, sino para adaptarse al grupo social de pertenencia, aunque esto implique asumir fracasos individuales o desigualdades. “La disciplina escolar se entiende como la exigencia mínima para que el alumno se dé cuenta de cómo será más adelante la sociedad en la que se desenvolverá” (Sepúlveda, 2001, p.6). Más allá de los deseos individuales, el sistema escolar también ayuda a reproducir la división del trabajo y la estructura social (Parsons, 1990), por lo que la construcción de subjetividad que en la escuela se genera, también será diferenciada desde esta perspectiva.
En otras palabras, no en todos los establecimientos educacionales se construirá el mismo tipo de sujeto, pues esta construcción depende, además de las características sociales, económicas, políticas y culturales del centro educativo y de origen de las y los estudiantes. Los procesos pedagógicos de construcción de subjetividad serán muy diferentes en colegios pobres o ricos, grandes o pequeños, religiosos o laicos, urbanos o rurales, entre otras posibilidades, así como también según las mismas condiciones de las familias y barrios de las y los estudiantes.
Aun así, el sistema escolar chileno plantea un currículo oficial único y homogéneo que debe ser desarrollado en todas las unidades educativas del país. Este currículo explícito, contiene interesantes referencias y aclaraciones sobre el tipo de sujeto que se desea construir, por lo que pese a la obvia imposibilidad de trasladar estas indicaciones de forma automática a cada establecimiento educacional, resulta muy interesante revisar sus planteamientos, pues constituyen los lineamientos generales que se intentan establecer. Después de todo, “un individuo disciplinado se construye producto de un proceso formativo intencionado” (Banz, 2008, p.7). En este sentido, el marco curricular vigente, sostiene que:

«La educación debe ofrecer a todos los niños y jóvenes, de ambos sexos, la posibilidad de desarrollarse como personas libres, con conciencia de su propia dignidad y como sujetos de derechos. Asimismo, la educación debe contribuir a forjar en ellos el carácter moral regido por el amor, la solidaridad, la tolerancia, la verdad, la justicia, la belleza, el sentido de nacionalidad y el afán de trascendencia personal». (MINEDUC, 2009, p.1)
Se aprecia la mención a determinados valores (supuestamente) universales, no definidos explícitamente, como el amor, la solidaridad, la verdad, la belleza, etc., por lo que su aplicabilidad es bastante difusa, dependiendo de las múltiples interpretaciones que en cada establecimiento educacional hagan de ellos, pudiendo muchas veces dejar temáticas importantes en forma inconclusa o mal tratadas (por ejemplo el tema de ciudadanía, tolerancia, derechos humanos, etc.), produciendo roces sociales, pérdida de sentido, e incluso, la sensación de exclusión de algunos/as estudiantes.
Por otro lado, “los objetivos -planteados en el currículo- apuntan a temáticas trascendentes para enfrentar la modernidad y la modernización del país (…) se presentan dos grandes categorías ordenadoras de estos objetivos, a saber: la formación valórica y la formación de habilidades cognoscitivas” (Magenndzo, Donoso y Rodas, 1997, p.12). Esto en una distinción eminentemente analítica, ya que en la práctica se postula la integridad de ambas dimensiones y la complementariedad de los objetivos.
Desde el punto de vista cognoscitivo, con los Objetivos de Aprendizaje Transversal (OAT), que reformularon a los antiguos Objetivos Fundamentales Transversales (OFT), se quiere posibilitar el cambio de estrategia educativa, pasando de la tradicional enseñanza de contenidos memorísticos, hacia prácticas más horizontales de construcción de conocimiento. La idea es transitar desde clases expositivas, donde recae la mayor parte de la actividad en el o la docente, mientras las y los estudiantes recepcionan de forma pasiva dichos contenidos; hacia clases más activas en las que las y los estudiantes desarrollen habilidades y contenidos relacionados con su propia realidad. Finalmente, se propone desarrollar la capacidad de “aprender a conocer” o “aprender a aprender”, propuesto por UNESCO (Delors, 1996).
A través de estos nuevos procedimientos pedagógicos se busca el aprendizaje de competencias de orden superior como las de análisis, interpretación y síntesis de información, resolución de problemas, comprensión sistemática de procesos y fenómenos, comunicación de ideas, opiniones y sentimientos de manera coherente y fundamentada, trabajo en equipo, manejo de la incertidumbre y adaptación al cambio. (García-Huidobro et al, 1998, p.263)
Cabe destacar que son estas habilidades las que se consideran fundamentales para el ingreso de las y los jóvenes al mercado laboral, cada vez más flexible y cambiante, que continuamente presenta nuevos requerimientos cognitivos y actitudinales entre las y los trabajadores/as (Redondo, 2000).
Por otro lado, desde una perspectiva valórica los OAT estimulan actitudes como el autoconocimiento, la autoestima, la autonomía moral, la autodisciplina, la capacidad de diálogo y la participación democrática, el respeto por las normas de convivencia, etc. en este sentido, “la educación del futuro deberá contribuir simultáneamente a asegurar la cohesión de la sociedad y a cultivar la libertad personal, deberá formar ciudadanos dispuestos a asumir sus responsabilidades en medio de la comunidad y a ejercer sus derechos como individuo” (Brunner, 1994, p.35). Es decir, con los OAT se intenta preparar al individuo para desenvolverse en una sociedad compleja y cambiante, que en ocasiones presenta fuertes contradicciones o faltas de sentido para sus miembros. Al respecto, “uno de los desafíos más importantes que se plantea la sociedad es su capacidad para incorporar a la población como fuerza de trabajo desde el punto de vista económico, y como ciudadanos desde el punto de vista político” (Magenndzo et al, 1997, p.22).

De esta forma, ambos conceptos “trabajador/a” y “ciudadano/a” son claves para la inserción de las y los jóvenes en la sociedad actual. Por una parte, la integración en el mundo del trabajo, que ahora es flexible y dinámico en el uso de tecnología y que se relaciona con el crecimiento económico de todo el país al aumentar el capital humano. Por la otra, la adquisición de la ciudadanía, que debería anular las diferencias sociales entre individuos y canalizar los diferentes conflictos sociales.
La ciudadanía supone a todos los hombres y mujeres iguales, provistos/as de los mismos deberes y derechos, resguardados por el Estado de Derecho, que proporciona los canales institucionales de participación y de resolución de conflictos (Marshall, 1998). Es decir, el concepto de ciudadanía “se debe entender también parcialmente, en términos pedagógicos, como un proceso de regulación moral y de producción cultural, dentro del cual se estructuran subjetividades particulares en torno a lo que significa ser miembro de un Estado Nacional” (Giroux, 1993, p.22). Sin embargo, un grave problema aparece, cuando:
Dentro de los parámetros de esta nueva filosofía pública, a la ciudadanía no sólo se le retira del terreno del debate histórico, sino que se la define, además alrededor de un discurso de unidad nacional y fundamentalismo moral que priva a la vida pública de sus más dinámicas manifestaciones políticas y democráticas. (Giroux, 1993, p.17)
Se construye la ciudadanía como una pasiva tenencia de derechos y deberes, los que se ejercen solo de forma individual y no permiten la emergencia de espacios colectivos. Un tipo de ciudadanía que no refuerza el debate sobre asuntos públicos o políticos y que en general, desvalora la participación activa en organizaciones independientes a nivel barrial, sindical o temático. Se propone una postura pasiva y acrítica sobre la institucionalidad vigente y los planteamientos políticos que la sostienen.

La educación cívica ya no fomenta el desarrollo de ciudadanos que posean los atributos sociales y críticos como para mejorar la calidad de vida pública. En vez de ello, a los maestros se les pide una vez más que alienten en sus alumnos el desarrollo de carácter, que les enseñen un sentido claro del bien y el mal, y que fomenten las habilidades del logro personal, las cuales, a su vez se traducen en las virtudes del trabajo arduo, la autodisciplina, la perseverancia, la industria, y el respeto por la familia, el aprendizaje y el país. (Giroux, 1993, p.40)
Trabajador/a y ciudadano/a, configuran el nexo social del individuo, preparándolo para insertarse en el mundo laboral y en el sistema democrático. Sin embargo, un segundo problema se presenta, si la incorporación de las y los jóvenes a la sociedad se realiza exclusivamente bajo una óptica individualista, es decir, suponiendo la sociedad como un simple complemento del individuo y a éste, sólo como una parte más del todo.
Según el análisis desarrollado por Ortega et al, se advierte que en los objetivos fundamentales del sistema escolar no se consideran los diversos universos simbólicos e identidades grupales presentes en nuestra sociedad, conceptos tan importantes como clase, etnia, subculturas u organización social, no parecen tener relevancia en el proceso educativo, ni en el vínculo individuo – sociedad (2007). En definitiva, la educación reduce los temas y problemáticas sociales a características individuales, lo que puede agregar un tercer elemento a la construcción de sujeto del actual sistema escolar: el individualismo.
“Las teorías pedagógicas ocultan sistemáticamente la significación política de la educación tras su sentido cultural (…) se trata pues de un proceso ideológico, cuyo postulado fundamental es la reducción de lo social a lo individual” (Charlot, 1981, p.29). Esto se logra gracias a la concepción parcializada de la cultura, la cual está reducida a un conjunto de conocimientos abstractos adquiridos en forma individual, así, cualquier problemática social o estructural se reduce a una experiencia específica y personalizada, la falta de oportunidades al fracaso individual, el acceso a ellas como éxito del mismo tipo, finalmente, cada persona se siente “dueña de su destino”, apartada o aislada completamente de otros y otras que viven sus mismas condicionantes económicas, políticas y culturales. El individualismo presente en el sistema escolar constituye uno de los pilares de la construcción de sujeto que allí se desarrolla.

Adultocentrismo en la Convivencia Escolar
Una vez revisados los pilares centrales de la construcción de sujeto que se desarrolla en el sistema escolar, es necesario comprender uno de los más fuertes ejes de tensión de la convivencia escolar: el adultocentrismo, es decir, la relación de dominación ejercida por el mundo adulto sobre los demás grupos generacionales presentes en la escuela (niños/as, jóvenes y viejos/as) (Duarte, 2002).
Este concepto constituye una matriz de relaciones sociales, que establece supremacía de las y los adultos/as por sobre otros segmentos o grupos generacionales de la sociedad. En este sentido, “una sociedad adultocéntrica pone en condición de inferioridad y de preparación hacia a niñas, niños y jóvenes, y a la tercera edad como saliendo de” (Duarte, 1998, p.16). Lo importante y valorado es lo adulto, constituye “los lentes” o “la regla” con la que se mira y mide toda la realidad social.
La escuela como espacio jerárquico, planificado y dirigido por adultos/as, reproduce en términos simbólicos y materiales esta matriz de subordinación generacional. Específicamente, subvalorando las experiencias, conocimientos e intereses de niñas, niños y jóvenes, opacando con ello su aporte y motivación hacia los procesos pedagógicos, así como generando mecanismos concretos de homogenización y disciplinamiento en función de un determinado tipo de sujeto, por supuesto un sujeto adulto/a. “La escuela se ve convocada a enseñar a su alumnado a convivir y sólo podrá hacerlo desde su propio modelo adulto de convivencia” (Peña, 2003, p.59). Por esto es usual, por ejemplo, que los Reglamentos Internos sean redactados casi exclusivamente por adultos/as y que intenten normar mayoritariamente las conductas y comportamientos de las y los estudiantes (Ortega y Carafi, 2008).
Las anotaciones en los libros de clases son un fiel reflejo de esto, pues en ellas se expresa lo que para los adultos (con autoridad en la escuela), consideran bueno o malo de las y los estudiantes (sujetos dominados/as y objetos de intervención). En las anotaciones se observa, evalúa, registra, sanciona y sugiere, incluso se utilizan para informar a otros adultos/as (apoderadas/os) las conductas de sus pupilos/as.

Nuestro sistema educativo está estructurado de tal forma que los alumnos/as son considerados por los adultos que tienen responsabilidad respecto de ellos/as, como una unidad de tratamiento. Se dirigen a ellos de forma colectiva, dan lecciones generales para todos/as, proponen tareas, evalúan y se refieren al grupo como una unidad con la que se relacionan, a la que demandan atención, silencio, aprendizaje, obediencia, corrección, etc. (Ortega, 2000, p.16).
La niñez y la juventud son analizadas e intervenidas a partir de ideas predeterminadas de ellas, no considerando las particularidades sociales, económicas, políticas y culturales que pueden presentar los sujetos niños/as y jóvenes, que hacen, por ejemplo, que sean muy distintos las y los estudiantes de 6° año básico de una escuela pública en un sector marginal de Santiago, que las y los estudiantes del mismo nivel de un sector rural cercano a Panguipulli en la Región de Los Ríos.
Tampoco se considera el carácter dinámico (dialéctico) de los mundos de la niñez y la juventud, es decir, se ignora la gran diversidad y dinamismo de dichos grupos generacionales, percibiéndolos de forma homogénea y estática, sin considerar los continuos movimientos, tensiones y contradicciones que pueden presentar.
Actualmente las políticas públicas consideran jóvenes a todas las personas que tengan entre quince y veintinueve años (INJUV, 1996). Es decir, la juventud es entendida como una condición natural determinada por la edad de los individuos. Una etapa de la vida definida por procesos biológicos y psicológicos individuales. Desde esta perspectiva, las y los jóvenes son reducidos a seres pasivos, objetos de políticas públicas y sistemas educativos, segmentos de un mercado que ofrece un sinnúmero de bienes y servicios especialmente diseñados para ellos/as.
De forma similar a las relaciones de género, la construcción de la familia permite la consolidación de un estilo relacional asimétrico, en que ser mayor implica gozar de una serie de privilegios en desmedro de las y los considerados menores (…) La racionalidad que orienta este poder plantea que ser menor implica estar naturalmente en preparación para ser mayor (adulto), generando la consolidación de este estilo relacional asimétrico. (Duarte, 2002, p.102)
Resulta evidente que la edad no puede ser la única variable a considerar para hablar y comprender los temas relacionados con la niñez y la juventud (Bourdieu, 1990). Las y los jóvenes no pueden entenderse como objetos aislados de su contexto social, por el contrario, constituyen sujetos activos en constante interacción (y a veces contradicción) con otros/as jóvenes, adultos/as, niños/as y viejos/as. Pues será esta interacción con otros y otras, en un determinado contexto social, lo que definirá en realidad, una gran variedad posible de sujetos jóvenes o tipos de juventudes. La escuela lejos de reconocer e incorporar esa diversidad propia de la vida social, realiza variados esfuerzos por anularla y homogenizar (nivelar) los procesos de aprendizaje y disciplinamiento. El uniforme escolar o las evaluaciones estandarizadas son clara muestra de ello.
En el ámbito escolar, donde concurren niños y niñas, jóvenes y adultos/as, en roles muy específicos y ordenados jerárquicamente, este fenómeno de distanciamiento e incomprensión de los fenómenos asociados a la niñez y lo juvenil, repercute rápidamente en la calidad de la convivencia escolar y los resultados de los procesos pedagógicos. Esto pues, muchas veces las y los docentes no conocen o no comprenden a las y los jóvenes que educan, por lo que no logran incorporar adecuadamente sus expectativas, intereses y necesidades a los respectivos procesos de aprendizajes. Igual problema deben enfrentar algunos/as docentes “nuevos/as”, que sienten fuertes resistencias de sus colegas mayores para desarrollar innovaciones metodológicas en su labor profesional. Estas distancias generacionales serían manifestaciones de la matriz adultocéntrica de nuestra sociedad (Duarte, 2002).

En este sentido, los grupos generacionales o generaciones, más allá de ser rangos etarios, “se autoidentifican y son significados por otros, en tanto logran producir códigos propios que les caracterizan entre sus semejantes y que en el mismo movimiento les diferencian de otros grupos contemporáneos, anteriores y posteriores en el tiempo” (Duarte, 2002, p.104). Estos códigos de significado e identificación, se conforman y mantienen intrínsicamente ligados a las relaciones sociales que cada generación desarrolla.
El mundo adulto le teme al mundo joven, lo que le lleva a extremar las condiciones para ejercer esta tarea educativa y formativa. Por ello no es extraño que las definiciones acerca de la juventud estén todas en función de llegar a ser adulto, y en el contexto de sociedades capitalistas de mercado, ser adulto exitoso. (Duarte, 2002, p.106)
En la escuela, la juventud sólo es un tránsito para la adultez, un proceso de moldeamiento, instrucción y disciplina, en función de estereotipos e imágenes de futuro que, debido a la misma estructura social, no todos/as las y los estudiantes lograrán desarrollar. No se consideran otras definiciones que podrían poner el énfasis en la conjugación de capitales que presentan las personas jóvenes (Bourdieu, 1990) o las experiencias compartidas en relación a latencia respecto a la muerte y sus consumos culturales respecto a las demás generaciones (Ariovich, 1996).
Lo adulto estaría dado por la capacidad de conducir a las nuevas generaciones hacia el éxito según los patrones ofrecidos por la sociedad capitalista, su economía de mercado y su ideología neoliberal. El mundo juvenil en tanto es visto como un grupo en proceso de formación para un cierto futuro. Por esto, se espera de los estudiantes actitudes de obediencia y sumisión que faciliten y hagan posible la tarea ya mencionada del mundo adulto educador. (Duarte, 2002, p.109)
Sin embargo, la realidad de ese encuentro (o desencuentro) generacional en la escuela podría desarrollarse a través de tres tipos distintos de convivencia escolar:
- Mundo adulto controlador – mundo joven sumiso: Situación que representaría el tipo clásico de convivencia escolar adultocéntrica. Las y los adultos/as fijan normas, vigilan, evalúan y sanciona las acciones conductuales y académicas de las y los estudiantes, quienes aceptan y legitiman la relación.
- Mundo adulto debilitado – mundo joven empoderado en la tecnología: Situación que pone el acento en el uso de recursos informáticos y electrónicos por parte de estudiantes, que serían desconocidos o poco manejados por las y los adultos/as de la escuela. Esta situación tendría a descolocar la tradicional forma jerárquica en la (nueva) “sociedad del conocimiento”.
- Mundo adulto temeroso – mundo joven resistiendo y proponiendo: Situación de tensión en la que las y los estudiantes desarrollan prácticas de resistencia, consciente o inconscientemente frente al mundo adulto.
Claramente, estos tres tipos de convivencia generacional en la escuela pueden ser entendidos como “tipos ideales” (Weber, 2016), es decir, que la realidad de los establecimientos educacionales podría presentar elementos de cualquiera de ellos, matizando sus características y combinando sus posibilidades. De todas formas, el vínculo que se desarrolle entre generaciones al interior de un establecimiento educacional influirá decididamente en el tipo de convivencia escolar que ahí se desarrolle.

Posibilidades de Resistencia
La construcción y disciplinamiento de sujetos que se desarrolla cotidianamente en los establecimientos educacionales, constantemente presenta tensiones y disrupciones. No puede ser entendido como un proceso plano o continuo, pues “el poder siempre es una relación de fuerzas” (Foucault, 1992, p.135), un movimiento irregular, una dinámica tensa y compleja.
El poder materializado en los sistemas educativos como disciplinamiento tiene un oponente teórico, la resistencia que se articula en el marco de la acción (…) La resistencia, que genera prácticamente una cultura, se expresa en múltiples transgresiones que alteran el orden escolar al construir polos de tensión, en inquietante incremento. Se manifiestan recurrentemente en las negativas a aceptar las exigencias de la escuela apartándose o saboteando sus estructuras normativas. (Llaña, 2011, p.65)
Se trata de un variado tipo de prácticas de resistencias desarrolladas por los diferentes actores escolares presentes en la comunidad, no sólo las y los estudiantes. Específicamente a través de acciones conscientes o inconscientes de debilitamiento, oposición pasiva o sabotaje de la normalidad escolar y los procesos pedagógicos que conlleva el disciplinamiento.
Algunas prácticas de resistencia pueden ser entendidas como simples particularidades de la cultura de una escuela específica, pasando prácticamente desapercibidas por parte de las autoridades, como por ejemplo cuando en algunos establecimientos educacionales las y los docentes demoran su ingreso a las aulas, prolongando sus paseos o desayunos en la sala de profesores/as (Llaña 2011). En otras circunstancias, la resistencia adquiere el carácter de oposición radical al proceso de educativo, como podría ser la deserción escolar individual o la “toma” de establecimientos educacionales como expresión del movimiento estudiantil (Cornejo, 2006).
En cualquiera de los casos, es decir, más allá del grado de consciencia o gravedad de los hechos, se trata de acciones y/o conductas que debilitan el proceso de disciplinamiento y cuestionan la cotidianeidad de la escuela. Es usual que la normativa interna de los establecimientos educacionales intente infructuosamente sancionar y prohibir las diversas manifestaciones de resistencia. Sin embargo, la dinámica de las relaciones sociales tenderá siempre a ir un paso más allá, inventando y produciendo nuevas prácticas de resistencia o ejerciendo las ya existentes pese al riesgo de sanción y castigo.
La mayoría de las teorías de la resistencia han reivindicado la noción de la posibilidad de que los individuos actúen como sujetos activos capaces de resistir y oponerse a imperativos estructurales como la coerción normativa. La resistencia se convierte de alguna manera en sabotaje social, en negativa a aceptar las normas, en una verdadera metodología que incluye todo tipo de estrategias, para manejar el sistema. Es también una forma de comunicación, las conductas de resistencia tienen valor de mensaje y como tal influyen en el resto de los actores. (Llaña y Escudero, 2000, p.21)

En el caso de las y los estudiantes, es posible identificar múltiples formas de resistencia, que podrían constituirse como parte de una cultura de la resistencia, “manifestada en innumerables pautas de rechazo al sistema escolar, compartida por muchos estudiantes y expresada en ruidos, modales exagerados, indiferencia, actitudes provocativas y que por su carácter de oposición reiterada estarían afectando la armazón institucional, sus metas y proyectos educativos” (Llaña y Escudero, 2000, p.26).
Normalmente, las prácticas de resistencia que desarrollan las y los estudiantes, son consideradas actos de indisciplina o simple faltas por parte del mundo adulto de la escuela, es decir, son abordadas desde una perspectiva individual y punitiva. Estas acciones serían sancionadas puntualmente de acuerdo con los procedimientos y normas establecidas, sin que se advierta o considere sus posibles significados. “Los actos estudiantiles de carácter disruptivo, son interpretados por los adultos como expresión de mala fe, falta de hábitos o carencias familiares, pero muy pocas veces como expresión de descontento o necesidad de cambio del estado de las cosas” (Carafi, 2011, p.4).
En buenas cuentas, la institución escolar invisibiliza a las y los estudiantes como sujetos sociales, incluso cuando la “normalidad” disciplinada de la escuela se quebranta o cuando “la sensación se ser sobrepasados por la realidad y su urgencia es habitual en ciertos actores – adultos – de algunos centros educativos” (Carafi, 2011, p.1).
De acuerdo con investigaciones anteriores (Ortega et al, 2009; Llaña, 2011; DIA, 2021), muchos/as estudiantes de enseñanza básica y media se sienten continuamente excluidos/as y agredidos/as en los establecimientos educacionales por parte de docentes y directivos. Lamentablemente frente a estos hechos, en vez efectuar las denuncias respectivas, se tiende a generar en ellos/as frustración y desmotivación frente a su propio proceso escolar. Este malestar luego puede expresarse en desorden durante las clases, fingir prestar atención al docente, pero en realidad estar escuchando música, quebrantar las normativas establecidas, llegar tarde, fugarse de clases, deteriorar el mobiliario, etc.
Junto a este ponerse al margen juvenil, aparece otra actitud que es la permanente provocación a las reglas y normas que el mundo adulto escolar va imponiendo. El uso del pelo largo, de aros por parte de los hombres, de los jumpers cortos y el maquillaje por parte de las mujeres, de no regirse estrictamente por el uniforme que se exige (…) Es probar la fuerza de unos y de otros, un constante gallito que tensa la convivencia. (Duarte, 2002, p.112).

Se trata de tensionar y redefinir la relación de fuerzas que conlleva el poder disciplinario. Probablemente no redefiniéndolo completamente, ni mucho menos alterando las jerarquías existentes, pero proporcionando nuevas cuotas de dinamismo y cambios al modelo de convivencia y construcción de sujeto imperante.
Un submundo que no origina una rebelión, sino más bien una transgresión parcial que los lleva a construir su propio mundo y apartarse de la educación formal que los ahoga. No poseen un discurso sobre el cambio, no hay proposiciones para transformar el sistema sino por el contrario, a través de múltiples formas de resistencia, tratan de manejarlo utilizando diversas estrategias de resistencia de manera no prescrita reglamentariamente. (Llaña y Escudero, 2000, p.29)
El mundo adulto se ve forzado a adaptar sus mecanismos y prácticas de abordaje disciplinario: lo que funcionaba hace treinta años, hoy sencillamente no es suficiente o pertinente. Las nuevas condiciones sociales, políticas, económicas y culturales que posibilitaron un aumento significativo de la cobertura escolar, han hecho ingresar una mayor diversidad de sujetos a la institución educativa, por lo que sus acciones y prácticas de resistencia también se han diversificado enormemente.
Este es el escenario donde se desarrolla y tensiona la convivencia escolar de los diferentes establecimientos educacionales. Construyendo y disciplinando sujetos funcionales a nuestra sociedad (trabajadores/as y ciudadanas/os), pero también haciendo frente siempre desde una perspectiva adultocéntrica a las diferentes expresiones de resistencia y tensión que el mismo sistema escolar genera y mantiene.