Nacionalismo en el Siglo XXI desde una Perspectiva Anarcosindicalista

En la génesis de los movimientos de derecha o izquierda nacionalistas se encuentra una estructura estatal subyacente.

por Pedro Peumo.

En un momento en que los discursos identitarios cobran renovada fuerza en el escenario político global, ya sea desde las nuevas derechas (las nouvelle droite francesas o alt‑right en el mundo anglosajón, por ejemplo), o desde las nuevas “izquierdas progresistas”, llamadas también izquierdas “woke”, resulta imprescindible examinar críticamente la lógica detrás de todas las nuevas formas de nacionalismo, vengan de donde vengan.

Desde la óptica anarcosindicalista, el nacionalismo no es un fenómeno neutral ni inocuo, sino un dispositivo político que articula y sustenta estructuras de poder estatales que encierran un carácter autoritario y excluyente. Rudolf Rocker lo resumió con claridad cuando afirmó que “todo nacionalismo es reaccionario por esencia, pues pretende imponer (…) un carácter determinado según una creencia preconcebida y crea separaciones y escisiones artificiales que fracturan la unidad orgánica de la humanidad«. No importa si adopta un ropaje de izquierda progresista o de derecha conservadora: cualquier nacionalismo uniforma a las personas en una entidad ficticia, allanando el camino para un Estado coercitivo.

Rudolf Rocker también subrayó que el nacionalismo cultural –la exaltación de la lengua, la tradición o las costumbres- es inseparable del nacionalismo político: “El llamado nacionalismo cultural no se diferencia en modo alguno del nacionalismo político”, pues ambos sirven a las mismas aspiraciones de dominación. Cuando la nación se convierte en “religión política”, la vida humana queda subordinada al Estado: “un nacionalismo absurdo (…) se ha desarrollado hasta convertirse en la religión política de la última forma de tiranía con el ropaje del Estado totalitario”. En tales regímenes autoritarios, “el Estado lo es todo y la persona nada”, convirtiendo al individuo en un simple engranaje de la máquina estatal.

A ese respecto, el nacionalismo estadounidense ejemplifica con fuerza cómo la mitología de la “excepcionalidad” encubre un proyecto político y cultural enteramente subordinado al Estado y al capital. Desde la exaltación ritual de símbolos como la bandera o el himno hasta la celebración anual del “Día de la Independencia”, la identidad nacional se construye como una religión cívica que legitima intervenciones militares en el extranjero y rescates públicos a grandes corporaciones. Bajo la consigna del “Destino Manifiesto” o del “Sueño Americano”, se promueve un relato unívoco de libertad individual que, en la práctica, enmascara profundas desigualdades socioeconómicas y refuerza la cohesión estatal frente a todo cuestionamiento interno. Al igual que señalaba Rocker, esta sinergia entre folclore cultural y dominio político convierte al “buen patriota” en un engranaje más de la maquinaria estatal, dispuesto a sacrificar tanto sus derechos civiles como la solidaridad obrera ante la “amenaza” externa o la supuesta decadencia moral.

Nacionalismo Israelí versus Sionismo

En el análisis crítico de los fenómenos estatales nacionalistas contemporáneos, resulta indispensable explorar cómo ciertas denominaciones cargan tras de sí convenciones históricas y sesgos basados en distinciones anacrónicas. En el caso de la relación entre Israel y Palestina, el término “sionismo” acumula una larga tradición de interpretaciones y matices que pueden desviar la atención del examen riguroso de las políticas estatales actuales. Por ello, proponemos emplear la expresión “nacionalismo israelí” en lugar de “sionismo”, permitiendo estructurar el debate desde un punto de vista más empírico y actual.

El sionismo nació a finales del siglo XIX como un movimiento nacionalista étnico-cultural cuyo objetivo era establecer y mantener un Estado judío en Palestina, y que -en su momento- llegó a oponerse a la dominación británica en Palestina. Según la propia Encyclopedia Britannica, “El sionismo es un movimiento nacionalista judío cuyo objetivo es la creación y el apoyo de un Estado nacional judío en Palestina”. Este concepto se asocia con el proyecto colonial original que buscaba “crear un Estado judío con tantos judíos y tan pocos árabes palestinos como fuera posible”. Como vemos era un proyecto que se basaba en la exaltación de la cultura y la religión judía por sobre otras consideraciones, lo que ya en su época era combatido por muchos grupos judíos que criticaban la implantación de un «Estado judío» en Palestina, y que se apelara a la identificación con religión hebraica para su concreción.

El uso del término “nacionalismo israelí” sitúa a este tipo de nacionalismo en el mismo ámbito de otros nacionalismos estatales, como el fascismo, el nazismo o el estalinismo, evitando llamar “sionismo” a una forma de nacionalismo que en la actualidad ya no se corresponde con el proyecto primigenio del siglo XIX que lo impulsó. Al hablar de nacionalismo israelí lo situamos como un caso más de esos proyectos estatales que, como explica el análisis comparativo, comparten mecanismos de exclusión, de apelación al “nosotros” orgánico y de subordinación de la individualidad al Estado. Nacionalismo israelí permite analizar con criterios universales -y no religiosos- las mismas dinámicas estatales de dominación y exclusión que encontramos en otros nacionalismos autoritarios.

El uso del término «sionismo» invisibiliza al principal catalizador del nacionalismo israelí contemporáneo, el Partido Likud, fundado en 1973 como una alianza de facciones ultraderechistas, consolidadas bajo el liderazgo de Benjamín Netanyahu desde 1993. Este partido, según The New York Times, ha promovido una agenda de “expansión territorial, liberalización económica y retórica de seguridad nacional que ha normalizado la ocupación de los territorios palestinos”.

Al mismo tiempo, sionismo, que funciona hoy también como una etiqueta que equipara cualquier crítica al Estado de Israel con su antónimo «antisemitismo«, sesgo que -por ejemplo- denuncia la Anti-Defamation League[1], que acusa de antisemitas a los críticos de las políticas del gobierno de Israel para desacreditarlos y silenciarlos.

Hablar de nacionalismo israelí permite analizar críticamente un aparato estatal que privilegia a un grupo (a las y los judíos nacionales) sobre otro (la población palestina), sin verse obligado a abarcar las múltiples contradicciones internas del sionismo ni a enfrentarse a la retórica de la “excepcionalidad” judía. De este modo, se puede evaluar con mayor claridad cómo el Estado de Israel emplea símbolos culturales -la bandera, el hebreo, la narrativa histórica oficial- para fortalecer su cohesión interna y legitimar tanto su expansión territorial como las políticas de exclusión y control sobre la minoría palestina.

Este cambio de terminología no solo obedece a una cuestión semántica, sino que facilita un análisis menos acrítico y más centrado en las dinámicas de poder reales. Al hablar de nacionalismo israelí, se abre la puerta a comparar sus prácticas estatales con otros nacionalismos, subrayando que, al igual que en cualquier otro contexto, la lógica nacionalista tiende a reproducir jerarquías, y obstaculiza la solidaridad de clase y la emancipación social.

Nacionalismos en Europa, Rusia y China

El resurgimiento de los nacionalismos no se limita al oriente medio. En Europa del Este, el auge de la extrema derecha se manifiesta en gobiernos como el de Viktor Orbán en Hungría o el PiS en Polonia, siguiendo agendas de “rechazo de la inmigración, afirmación de la identidad y soberanía nacionales, y políticas de orden y seguridad” (CIDOB). Estos movimientos politizan la etnia y la raza, empleando discursos de miedo para reprimir a disidentes y reproducir la vieja dinámica del “nosotros contra ellos”.

Este fenómeno no es exclusivo del este europeo: también se expresa con fuerza en la Europa Occidental y en la Rusia contemporánea. En países como Francia, Italia, Alemania y España, partidos nacionalistas como el Rassemblement National de Marine Le Pen, la Lega de Matteo Salvini, Alternativa para Alemania (AfD) o Vox han capitalizado el malestar social, la crisis migratoria y la desafección hacia las instituciones supranacionales, especialmente la Unión Europea, para construir una narrativa de recuperación de la “identidad nacional”. Estas fuerzas suelen recurrir a elementos culturales tradicionales (religión, lengua, familia) y a una nostalgia de un pasado idealizado, generando un relato victimista en el que la nación estaría siendo “invadida” o “sustituida” -como postula la teoría conspirativa del “gran reemplazo”-, ampliamente difundida en estos círculos.

Teóricamente, estos movimientos retoman elementos del nacionalismo romántico del siglo XIX -como la idea de una nación orgánica unida por vínculos históricos, culturales o étnicos- y los articulan con lógicas neoliberales contemporáneas: defensa de la propiedad, xenofobia social y exclusión del “otro” como mecanismo de cohesión interna. En este marco, el nacionalismo se vuelve también instrumento de disciplinamiento social, justificando recortes de derechos y vigilancia estatal bajo el argumento de la defensa de la nación.

El caso de Rusia ofrece un ejemplo paradigmático de nacionalismo estatalista y expansionista. Bajo el régimen de Vladimir Putin, el discurso nacionalista ha sido central para consolidar un poder autoritario basado en la idea de una “civilización rusa” asediada por Occidente. Aquí el nacionalismo se entrelaza con el militarismo, el revisionismo histórico y la ortodoxia religiosa para justificar tanto la represión interna como las políticas de guerra en el extranjero, como en el caso de Ucrania. Se trata de un nacionalismo neoimperial, donde la identidad nacional se define por oposición al enemigo exterior y al “traidor interno”, configurando un aparato de control y legitimación ideológica del poder.

En China, por su parte, el nacionalismo chino promovido por el Partido Comunista en la actualidad combina una narrativa de resurgimiento civilizatorio con un control estatal cada vez más tecnificado. Bajo la consigna del “sueño chino” y la reivindicación de una identidad cultural milenaria frente a las potencias occidentales, el Estado justifica la implementación de mecanismos de vigilancia como el «Sistema de crédito social«. Este sistema, presentado como herramienta para fomentar la “confianza” y la “armonía social”, opera en la práctica como una extensión del nacionalismo autoritario, donde la conducta de cada individuo se mide según estándares definidos por el Partido, vinculando el mérito ciudadano no solo al cumplimiento de leyes, sino a la adhesión ideológica y al conformismo con los valores oficiales. De este modo, el nacionalismo no solo opera como discurso de cohesión nacional, sino como instrumento de disciplina social profundamente integrado a una arquitectura digital de control.

En todos estos contextos -del Este al Oeste, de Rusia al Mediterráneo, en China e India- el nacionalismo funciona como una tecnología de poder que fragmenta la solidaridad social, reconfigura el conflicto social en clave identitaria y canaliza el descontento popular hacia una lógica verticalista. La perspectiva anarcosindicalista señala que esta operación no solo divide a la clase trabajadora, sino que neutraliza cualquier proyecto emancipador al encerrarlo en la cárcel del “interés nacional”.

Cosmopolitismo Anarquista y Crítica al Nacionalismo de Izquierda

En contraste con el nacionalismo, el anarquismo propone un cosmopolitismo militante, que rechaza fronteras ideológicas y barreras lingüísticas. El comunismo anárquico considera que la emancipación humana debe construirse sobre la solidaridad entre trabajadoras y trabajadores de cualquier parte del mundo, sin distinción de nacionalidad. Desde este enfoque, la lucha contra el racismo, el patriarcado y la explotación es “una misma batalla” que trasciende fronteras: la lucha por la emancipación del proletariado y la destrucción de las clases sociales.

En el análisis anarcosindicalista el idioma y la cultura importan en la medida en que son construcciones ideológicas susceptibles de manipulación. El movimiento obrero anarquista advierte que la exaltación de la identidad nacional puede encubrir intereses de clase ajenos, y propone valorar la diversidad sin convertirla en Estados-nación separados. El verdadero desafío consiste en romper los mitos que enseñan a los nacionales a odiarse mutuamente y en fortalecer la solidaridad abierta, capaz de unir a explotadas y explotados de todo origen.

Pero –como se dijo en un comienzo- no se crea que todas las modernas formas de nacionalismo surgen solo desde la derecha política. Surgen también nacionalismos de izquierda y “progresistas”. Dentro de estas formulaciones encontramos los «movimientos de liberación nacional» y los «ejércitos populares» del siglo pasado, y hoy a movimientos indigenistas o identitarismos culturalistas que, con una retórica “anticolonial”, parten de esencialismos que difuminan las condiciones materiales compartidas y pueden excluir a sectores marginados que no encajan en la identidad “oficial”. La lógica anarcosindicalista rechaza igualmente estos particularismos: la emancipación no puede fragmentarse en luchas parciales, sino que debe articular la unidad amplia proletaria.

Así, por ejemplo, un tipo de nacionalismo que suele ser obviado por los partidos de izquierda es el nacionalismo palestino, aunque enmarcado en un principio en un proceso de colonización y desposesión violenta, y actualmente de guerra permanente y genocidio por parte del Estado israelí, ha desarrollado también características propias que lo inscriben dentro de las lógicas nacionalistas modernas. Surgido a inicios del siglo XX en respuesta al imperialismo británico y al nacionalismo israelí, este nacionalismo articuló un discurso de unidad territorial, cultural y lingüística en torno a la identidad árabe-palestina. A lo largo del tiempo, especialmente tras la Nakba de 1948 y la ocupación de 1967, fue consolidando una narrativa centrada en la reivindicación de un Estado propio, con símbolos nacionales, una historia común y un pueblo “unificado” por el exilio y la resistencia. Aunque en su origen contenía elementos sociales emancipatorios, el nacionalismo palestino adoptó estructuras y fines estatales tradicionales, reproduciendo muchas veces lógicas de aparato, verticalismo político y exclusión de otras formas de identidad o lucha social. Esto ha llevado a tensiones internas entre el proyecto estatal-nacional de la Autoridad Palestina y a proyectos nacionalistas islamistas como el de Hamás, con las aspiraciones más amplias de justicia social y emancipación popular, expresadas por sectores antimilitaristas, libertarios o antiautoritarios dentro del propio pueblo palestino.

Desde el anarcosindicalismo, cualquier tipo de nacionalismo -ya sea estadounidense, europeo, israelí, palestino, que apele a la “liberación nacional”, o esté basado en una noción «patriótica» o “anticolonialista”- constituye un aparato de poder estatal que fragmenta a la clase trabajadora. Siguiendo a Eduardo Colombo podemos decir que en la génesis de los movimientos de derecha o izquierda nacionalistas se encuentra una estructura estatal subyacente. La emancipación auténtica no requiere “unir las patrias”, sino abolirlas y construir la unión horizontal de explotadas y explotados. Cualquier “cierre de filas” patriótico, por muy seductor que sea, deviene un freno en la verdadera liberación social.

El anarquismo rechaza tanto el universalismo homogeneizante del capital como el particularismo identitario del nacionalismo. En su lugar, propone una “internacional de las y los oprimidos/as” basada en el apoyo mutuo y el reconocimiento de la dignidad humana más allá de las pertenencias impuestas.

Como plantea Vadim Damier: Si somos anarquistas consecuentes, debemos proclamar el principio de libertad, es decir, que la persona puede y «debe» moldearse a sí misma y a su entorno. Y no «heredar» o identificarse con algo simplemente porque habla tal o cual idioma o porque en su pasaporte figura tal o cual «nacionalidad«. En este caso, cada persona realiza, por así decirlo, un acto de creación de sí misma, como individuo y como “entidad” sociocultural, a partir de diversos elementos o “bloques de construcción” de lo que ve o encuentra a su alrededor, realizando una especie de síntesis individual de culturas. Por supuesto, teóricamente, puede formarse a sí mismo/a y su propia identidad cultural a partir de los elementos de una sola cultura, limpiándola de los elementos de dominación, opresión e injusticia inherentes a toda cultura “nacional”. Todo está en sus manos como “creador”. ¡Pero qué limitada y estrecha sería su elección cultural en este caso! Sin mencionar que inmediatamente surgirá la pregunta sobre su motivación. ¿Por qué eligió elementos precisamente de “esta” cultura y no de otra? ¿Por qué le es más cercana? ¿Y por qué le es más cercana? ¿Porque vive aquí? ¿Porque habla el mismo idioma que hablan otros/as representantes de esta cultura? De partida esto significa que su elección no es del todo libre, no es del todo consciente; ya sigue un estereotipo determinado que, en esencia, no eligió por sí mismo/a. Lo hizo porque «así es como debe ser«, «así es como se hace«, «así es como es natural«, «así es como siempre se ha hecho«. O, por el contrario, manifestándose en contra de esto (es decir, también, en última instancia, dependiente de “lo dado«, no libremente).

Al reconocer, como anarquistas, la libre autocreación de la persona, llegamos lógicamente a la idea de que la autosíntesis realizada por la persona misma debe ser lo más amplia, rica y variada posible. Una sociedad libre necesita personalidades integrales, desarrolladas, dotadas de amplitud de miras e intelecto. Y eso significa, familiarizadas con los fundamentos de todo el complejo cultural de la humanidad.


[1] La Liga Antidifamación es una organización judía fundada en los Estados Unidos, la cual alega que su objetivo es «mediante apelación a la razón y la conciencia y si es necesario a la ley, detener la difamación del pueblo judío». La Liga Antidifamación ha sido criticada como uno de los pilares del lobby nacionalista israelí en los Estados Unidos que califica toda crítica al Estado de Israel como «antisemitismo».

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