
Mariposas Blancas de Aileen Pinto
La historia, contada desde la mirada de una adolescente que, con tristeza y decepción, recuerda la desaparición de un “volado perdido” y que luego implora la desaparición de su propio padre.

El cuento “Mariposas Blancas” escrito por Aileen Pinto forma parte del libro «Relatos de la Calle«, publicado por Santiago Ander Editorial en 2022. Se trata de un conjunto de catorce relatos que desde distintas perspectivas y en contextos diferentes, muestran una realidad sórdida y a veces agresiva, sorteada de las más diversas maneras por las y los protagonistas de cada historia.
“Mariposas Blancas” aborda el flagelo de la drogadicción en el seno de una familia humilde que vive en la típica población de block básicos, esas que cuentan con peladeros a sus alrededores pensados como posibles áreas veras pero usados solamente para las necesarias ampliaciones ilegales de algunos departamentos que surgen como solución al hacinamiento y la falta de espacios. La historia, contada desde la mirada de una adolescente que, con tristeza y decepción, recuerda la desaparición de un “volado perdido” que habitualmente se encontraba bajo la escalera de su block y que luego implora la pronta desaparición de su propio padre adicto. Solo las papelinas de pasta base imaginadas como mariposas podrían lograr ese cometido.
Mariposas Blancas
Aileen Pinto
(Cuento Completo)
La primera vez que las vi tenía cinco años. Estaba sentada frente a la ventana o eso es lo que recuerdo. En realidad, ese el primer recuerdo que tengo… La imagen más antigua que aparece en mi mente: yo sentada frente a una ventana viendo como se alejaban las mariposas blancas. Eran cientos y volaban a contraluz, cada vez más lejos, hasta que no fueron más grande que las motas de polvo. Quizás esa fue también la primera vez que mi papá no llegó a la casa, pero no sé. Mi memoria no es tan buena.
A las mariposas blancas las vi muchas veces a lo largo de los años, hasta que tuve doce, que fue cuando, además de verlas volar, presencié como se llevaban a alguien.
Ahora que lo pienso, tiene sentido que se llevaran al Rulo antes que a cualquier otro. Era, como lo llamaba mi abuela, “un volao perdido”. Cada vez que lo veía murmuraba la misma frase: “pobre cabro, era tan bueno cuando era más chico”. A veces yo le preguntaba que le había pasado para terminar convertido en lo que yo veía todos los días debajo de la escalera del block: un hombre joven (en realidad tenía apenas cinco años más que yo, ahora lo sé) que más parecía un esqueleto, pura piel sobre los huesos, la cara demacrada, las manos temblorosas. Entonces mi abuela me respondía algo tan simple y al mismo tiempo incomprensible para mí: “se perdió”.
“Se perdió”, repetía en mi mente, intentando entender como podía estar perdido el Rulo si estaba en el mismo lugar todos los días, hiciera frío o calor, incluso bajo la lluvia. Era la persona más fácil de encontrar, siempre cobijado en el hueco bajo la escalera del block.
Hasta que un día de verdad se perdió, se esfumó, desapareció. Creo que yo fui la única que lo vio. Tenía doce años… Sí, esa parte ya la dije. Pero lo repito porque los doce años son una edad extraña, de transición, a medio camino entre la infancia, que se siente absoluta, y la adolescencia, que es pura ambigüedad. Yo estaba ahí en vez de cualquier otra persona, las extremidades doliéndome por el crecimiento, tan largas de pronto que se sentían ajenas, y la cabeza llena de lo que había sido, lo que era y lo que se supone que tenía que ser. Digo todo esto para que entiendan lo que hice (o no lo hice, más bien) después.

Venía llegando del colegio. Era septiembre por lo que recuerdo. Me llamó la atención lo solitario que estaba todo desde que me bajé de la micro, cuando camine desde las canchas a mi block, no lo sé. Quizás si, quizás no. Todo fue neblinoso hasta que vi al Rulo en el mismo lugar de todos los días. El rincón bajo la escalera estaba medio en sombras; allí no llegaba la luz del sol. Él se giró cuando me faltaban un par de metros para llegar. Sonrió con esa boca suya donde faltaban un par de dientes, estoy segura, aunque nunca lo miré con tanta atención.
- Wena, flaca – me dijo, igual que todos los días – ¿cómo te fue en la escuela?
- Bien.
- Wena. Tenía que puro estudiar, flaca…
En ese momento, las mariposas blancas se fueron despegando lentamente del suelo en torno a sus pies. Me llamó la atención el movimiento y a él también. Primero eran unas cuantas, luego decenas y al final cientos, como cada vez que las había visto alejarse volando. Le rodearon las piernas y subieron hasta hacer lo mismo con su torso y su cabeza.
Antes de que me diera cuenta, el Rulo estaba rodeado por las mariposas blancas. No grito, tampoco me pidió ayuda. El último sonido que salió de su boca fue el “flaca” que usaba para referirse a mí.
Cuando las mariposas blancas se dispersaron, él ya no estaba. Donde antes había un “pobre cabro”, de pronto había un vacío, un “volao perdido”.
Me fui corriendo a mi casa, mientras las mariposas emprendían el vuelo en dirección al cielo como las había viso hacerlo tantas veces antes. No le conté nada a nadie, y después de cambiarme de ropa, comer algo y hacer mis tareas, me convencí de que había imaginado la escena. Mi mamá y mi abuela siempre me decían que tenía la cabeza llena de pájaros, que andaba en las nubes. Quizás era más cierto de lo que ellas pensaban. Quizás en vez de pájaros eran mariposas, que agarraron tanta fuerza en mi mente que me las imaginé llevándose al Rulo.
Me intenté convencer de eso, hasta que todos se dieron cuenta de que el Rulo no se cobijaba más bajo la escalera del block. “¿Qué le habrá pasado?”, se preguntaban. “¿le habrán hecho algo?”. “¿Se lo habrán llevado preso?”. Yo sabía la verdad, pero no dije nada. Porque mi verdad era la de las mariposas blancas, e incluso a los doce años sabría que nadie me creería.
Una semana después, mientras volvía de ir a comprar el pan, me detuve debajo de la escalera donde solía pararse el Rulo. Miré al suelo y las vi dormidas. Cuando no volaban, simulaban ser simples papeles cortados de cuadernos cuadriculados, como los que usaba en el colegio. Había algunos nuevos, más blancos que los otros, seguramente por los otros pobres cabros, volaos perdidos que se cobijaban allí de noche; otros estaban manchados, con huellas marcadas, pisados tantas veces que casi se mimetizaban con el concreto.

Después de eso, las vi perderse a lo lejos solo una vez. Ya no me gustaba mirar por la ventana, quizás fue eso. Saber que ellas podían aparecer me hacían pensar en el Rulo y en todos los otros pobres cabros que había visto alguna vez escondidos bajo la escalera y que luego no había vuelto a ver nunca más.
La última vez que presencié el vuelo de las mariposas blancas fue poco después que me encontrara con mi papá debajo de la escalera. Venía llegando del colegio y, por la forma en que me miró al acercarme, me di cuenta de que me estaba esperando. Yo no lo reconocí al principio. Llevaba unos seis meses sin verlo, seis meses donde se había reducido a una voz que algunas noches gritaba afuera de la casa para que mi mamá lo dejara entrar. Estaba más flaco y moreno. Se parecía más al Rulo que a mí.
- Hola, hija. ¿Cómo le fue en el colegio? – me preguntó a lo que respondí con un encogimiento de hombros. Él no se desanimó. ¿Le ayudo con la mochila?
- No.
- Ah…
- Mi mamá no está.
Antes de que él me respondiera supe que ya sabía eso.
- Hija, ¿Por qué no me deja pasar al baño? Estoy medio enfermo de la guata.
- Mi mamá dijo…
- Si va a ser un ratito no más. ¿ya?
Su expresión me dio pena, pero me dio aún más pena ver lo grande que le quedaban los jeans manchados que llevaba puestos. Asentí y el me siguió escalera arriba hacia la casa donde ahora vivíamos solo mi mamá, mi hermano menor y yo. Abrí la puerta y lo dejé pasar. Mi abuela debía estar por llegar; lo más probable es que anduviera comprando con mi hermano. Por un lado quería que él se fuera antes de que ella llegara, y por otro, rogué que apareciera en ese momento y se hiciera cargo de todo, que le diera comida, le pasara ropa limpia, algo así. Era mejor ella que mi mamá, que andaba trabajando.
No recuerdo si tenía miedo, quizás sí. Debe ser por eso que, en vez de quedarme en el comedor a esperar que se fuera, subí al segundo piso y me encerré en mi pieza. Me quede mirando por la ventana, cosa que no hacía hace mucho, hasta que la puerta se cerró tras él. Entonces bajé. Faltaba la tele, el reproductor de DVD, la juguera y tal vez más cosas que no logré identificar.
Mi mamá lloró tanto esa noche que no pudo ir a trabajar al día siguiente. A mi tampoco me mandaron al colegio, pero en un momento me escape para bajar a la escalera del block y agacharme sobre las mariposas blancas que aún dormían. Tome varias entre las manos, sin que importara si estaban sucias. Recolecté todas las que pude y entonces les pedí en voz baja mi deseo.
- Llévenselo. Como al Rulo. Por favor, llévenselo.
Tardaron en hacerme caso. Trabajaban a su tiempo, con su propio ritmo. Pero me cumplieron el deseo. Fue el día que cumplí trece años, cuando mi papá volvió aparecer debajo de la escalera. Estaba mejor vestido, pero seguía igual de flaco. Alcanzó a decir “hija” antes de que las mariposas blancas se elevaran del suelo y comenzaran a volar en torno a él. Tampoco lo escuche decir nada. Yo sí le dije adiós.
La última vez que presencié el vuelo de las mariposas blancas fue también la última vez que vi a mi papá.