
No Entendería de José Emilio Pacheco
¿Cuándo comprendemos la rudeza de la vida? ¿Qué hito nos mostró que no todo es color de rosa? ¿Cuándo nos enteramos de que la maldad puede triunfar en la realidad?

¿Cuándo comprendemos la rudeza de la vida? ¿Qué hito nos mostró que no todo es color de rosa? ¿Cuándo nos enteramos de que la maldad puede triunfar en la realidad? Probablemente hay muchas formular para responder esta triada de preguntas, dependiendo de la posición social de nuestra familia y la cultura imperante en nuestra sociedad, pero no cabe duda de que es un proceso paulatino que puede conllevar momentos impactantes en lo que tradicionalmente se conoce como “el final de la niñez” o “la pérdida de la inocencia”.
Muchos/as adultos y adultas cuidadores intentarán, con la mejor de las intenciones, demorar o suavizar este proceso, alejando a niñas y niños de los momentos impactantes o rudos que suelen pasar a su alrededor. En ocasiones el mundo adulto no sabrá qué decir, no cómo explicar lo injusto de nuestra sociedad y su impacto en la vida de otros/as niños y niñas que lejos de nuestros cuidados, viven y sobreviven diversas adversidades y condiciones.
De esto nos habla “No Entenderías”, cuento escrito por el mexicano José Emilio Pacheco (1939 – 2014) e incluido originalmente en su libro “El Tiempo Distante” de 1963. En el relato, una pequeña niña y su padre deben cruzar por un parque de regreso a su casa, justo cuando el día se acaba y los peligros de la niche comienzan a acechar. Es por esto que la conversación pasa rápidamente de los duendes y las brujas a otros temas que evidenciaran a la niña que el mundo real es más rudo y tenebroso que las historietas.
No Entenderías
José Emilio Pacheco
(Cuento completo)
Al cruzar de la calle me tomó de la mano. Sentí que estaba húmeda su palma.
—Quiero jugar un rato en el parque —me dijo.
—No. Tenemos que regresar. Tu mamá nos espera. ¿Ves?, ya no hay nadie. Todos los niños se han dormido.
Cambió la señal. Los vehículos se precipitaron. Corrimos para alcanzar la acera del parque. El olor a gasolina quemada se disolvía en la frescura de la hierba y las frondas. Los restos de la lluvia se evaporaban o eran absorbidos por la tierra.
—¿Van a salir hongos?
—Supongo que para mañana ya habrán salido.

—¿Me traes a verlos?
—Sí, pero tienes que acostarte pronto para que te levantes muy temprano.
Caminaba rápido y la niña tenía que esforzarse para avanzar a mi paso. En un momento se detuvo, alzó los ojos, me miró, cobró aliento y un poco avergonzada me preguntó:
—Papá ¿existen los duendes?
—Bueno, sólo en los cuentos.
—¿Y las brujas?
—Igual: sólo en los cuentos.
—No es cierto: he visto brujas en la tele y me dan mucho miedo.
—¿Por qué? En la televisión pasan cuentos y en ellos salen brujas para divertir a las niñas, no para que asusten.
—¿Entonces todo lo que sale en la tele no es verdad?
—No, no todo. Es decir… ¿Cómo explicarte? No entenderías.
Oscureció. El firmamento estaba lleno de nubes plomizas. En los botes de basura se pudrían los desechos. Bajo el rumor lejano del tránsito se escuchaban caer gotas de lluvia escurridas de las ramas. El sendero que tomamos como atajo para llegar a la estación del metro atravesaba un claro entre las arboledas. A la distancia un reloj luminoso daba la hora, la temperatura y la fecha. Yo no había reparado en que era el día 7 del séptimo mes de 1967. Otro día único que no volverá jamás, pensé.
En ese instante los gritos llegaron hasta nosotros. Diez o doce niños habían cercado a otro. De espaldas contra un árbol, los miraba temeroso pero no pedía auxilio ni piedad.
—¿Qué están haciendo?
—Peleando. Vámonos de aquí.
La presión de sus dedos fue como un reproche. Se había dado cuenta. Yo era responsable ante ella. A su vez la niña significaba para mí una coartada, una defensa contra el miedo y la culpa. Entonces se lanzaron contra él. En vez de huir quedamos inmóviles. Vi la cara oscura enrojecida por las manos blancas. Grité que se detuvieran. Sólo uno de ellos se volvió a mirarme y me despachó con un doble gesto de amenaza y desdén.
La niña observaba la escena sin parpadear. El muchacho se desplomó y ya en tierra lo patearon entre todos. Alguien lo puso de pie y los demás lo abofetearon de nuevo. Quise decirme: No intervengo por proteger a mi hija y porque nada podría contra ellos.
—Diles que no hagan eso.
—Vámonos. Apúrate.
Los otros se alejaron a todo correr y se dispersaron entre los árboles del parque. Tan insignificantes les parecimos que ni siquiera se molestaron en insultarnos. Sentí una abyecta liberación, tuve la esperanza de que la niña pudiera imaginarse que huían de mí.

Ya a salvo, nos acercamos. El muchacho golpeado se incorporó. Sangraba por las narices y la boca. Le dije:
—Permítame ayudarlo. Lo llevaré…
Me vio sin responder. Se limpió la sangre con los puños de la camisa a cuadros. Le ofrecí un clínex. No hubo siquiera una negativa, sólo desprecio en sus ojos. Alcancé a percibir algo como un horror indefinible en la mirada de la niña. En ambos había una sensación de estafa: yo acababa de traicionar a los dos.
El muchacho nos volvió la espalda sin decir nada y se alejó arrastrando los pies sobre la tierra húmeda. Por un instante creí que iba a desplomarse. Pero siguió hasta perderse entre los árboles. La niña y yo nos miramos en silencio.
—Vámonos ya.
—¿Por qué le pegaron si él no les había hecho nada?
—Se pelearon, no sé.
—Ellos eran muchos. Son malos ¿verdad?
—No está bien lo que hicieron.
El parque me parecía interminable. Nunca íbamos a alcanzar la estación del metro, jamás regresaríamos a casa, la niña no cesaría de preguntarnos ni yo de darle respuestas inútiles, las mismas que recibí a su edad.
—Entonces es bueno el niño al que le sacaron sangre los otros.
—Sí, es decir, no sé.
—¿O es malo también?
—No, los malos son los otros porque no se debe actuar así.
Al fin encontramos a un policía. Traté de explicarle lo que acababa de suceder. La niña intervino en mi ayuda y describió todo en pocas palabras y mucho mejor que yo.
—Es irremediable. Pasa a todas horas. Hizo bien en no entrometerse. Son peligrosos. Andan armados. Dicen que el parque es sólo para blancos y todo negro que entre en él pagará las consecuencias.
—No puede ser: todo el mundo tiene derecho a pasar por aquí.
—¿Lo dice en serio? Así habla alguna gente de este barrio. Pero luego no acepta negros en sus casas ni deja que se sienten en sus bares.
Hizo una seña afectuosa para la niña y se alejó sin decir más. Sentí frío, cansancio, ganas de cerrar los ojos. Llegamos a la salida del parque. Tres jóvenes negros se cruzaron con nosotros. Nadie me había mirado nunca en esa forma. Vi las navajas de resorte y pensé que iban a atacarnos. Pasaron de largo y se internaron en la arboleda.
—¿Qué van a hacer?
—A no dejar que les pase lo mismo que al otro.
—¿Por qué siempre tienen que estar peleando?
—No puedo explicártelo. Es muy difícil. No entenderías.
Me puse en cuclillas y le abotoné el abrigo. La estreché levemente, con ternura y con miedo. Entramos en la estación del metro. Nos envolvía un principio de niebla. El parque avanzaba sobre la ciudad. Muy pronto, todo iba a ser de nuevo selva.